domingo, 1 de julio de 2012

De la burra al caballito de acero

"Un paseo en bicicleta", Aída Emart

Bogotá es un micro universo explayado en 775 kilómetros cuadrados, bordea los diez millones de habitantes y posee los más insospechados tesoros al interior de sus barrios. Comidas, salones para eventos (la muerte de las fiestas familiares), mercados populares donde las hortalizas, las frutas y las carnes están tan frescas que el mercante sale mareado con la barahúnda de olores. Carreras y calles donde pululan los comercios de cachivaches, porcelanas, platos, pocillos y ropa de toda marca, índole y precio. Pero hablo en estas líneas de las cosas que se descubren casi por casualidad en el vivir en una ciudad de estas dimensiones.

Recorrer las calles de barrios que no tienen por qué aparecer en las guías turísticas es una experiencia edificante. El bogotano ha desarrollado un fino instinto que le indica si un determinado sector es propicio para un recorrido de exploración; por ejemplo, el instinto le dicta al ciudadano promedio que sectores abandonados de la mano del gobierno, las instituciones y hasta el clero como Las Cruces, Ciudad Bolívar y grandes sectores de Suba, no son los mejores territorios para aventurarse a conocer.

Por múltiples razones resulté siendo el conductor elegido de una bicicleta que entregaban en el taller después de una terapia intensiva contra el óxido y el abandono en el que había permanecido. Me invitaron, como parte de pago por mis servicios ciclísticos, a una cafetería en La Alquería, populoso sector de la entrada al sur de Bogotá en donde se ubican los mejores talleres y los mejores almacenes de bicicletas y todo lo relacionado con el ramo. Ahí, perdida en una calle cualquiera está una cafetería que en ese momento tenía por nombre Biker Museum. Pretencioso para una panadería cafetería normal, con los roscones duros y el pan francés blando. Pero el nombre obedecía a una poderosa razón. En una vitrina, al lado de la de los ponqués de cumpleaños, está el marco de la bicicleta con la que el Belga Eddy Merkx rompió la marca mundial de la hora en pista en 1972, año glorioso, con una distancia total recorrida de 49 kilómetros y 431 metros.

Poderoso símbolo para una ciudad que, día por día, le gana terreno al automotor y al monopolio caníbal de la corporación del transporte público con la bicicleta. Y es que desde 1974 se han venido gestando en esta urbe hipertrofiada una serie de políticas respecto al uso de la bicicleta como elemento recreativo y como forma alternativa de transporte. En un comienzo la idea de la ciclovía fue una iniciativa por parte de unos cuantos entusiastas para aprovechar la baja circulación de vehículos por las principales calles del centro de la ciudad. Las ciclorrutas fueron ya un invento “moderno” que se implementó entre 1996 y 2007, y completa actualmente 302 kilómetros de asfalto dedicado exclusivamente al tránsito de bicicletas.

Pero no sólo la implementación, las políticas y la construcción de carriles exclusivos han hecho de la bicicleta un elemento de arraigo en el bogotano, en el colombiano mismo. Desde 1980 cuando un escuálido ciclista del más humilde origen se ganó el Tour de l’Avenir, Alfonso Flores Ortiz, y más atrás cuando Martín Emilio “Cochise” Rodríguez rompió el record mundial de la hora y no le fue homologado por maledicencias de la gente, el ciclismo y el culto por la bicicleta se han integrado a la memoria y el sentir de la ciudad y de la nación.  Después vinieron los rotundos triunfos del equipo Varta, del Café de Colombia, cuando a don Luis Alberto “Lucho” Herrera y a don Fabio Enrique Parra les dio por enseñarle a medio mundo cómo era que le tocaba a los campesinos y a los jóvenes colombianos transportarse por estos Andes indómitos a punta de biela y pedal.

Desde que tengo uso de memoria la salida a los pueblos aledaños a la capital en cicla es uno de los mejores, y más peligrosos, planes que hay para un domingo. Pero si no estoy falsificando recuerdos, a mediados de los años ochenta se dio una verdadera fiebre por conquistar los premios de montaña criollos; célebres pero no tanto como el famoso Alto de Minas o la temida y fatal Alto de la Línea, tenebroso pasaje donde muriera hace unos años un locutor al volcarse su vehículo y acallar sus transmisiones en vivo y en directo. Entonces, el Alto del Vino, en la vía a Villeta; el kilómetro nueve en la carretera a La Mesa, pasando por Mondoñedo, chusco pasaje que los hippies ácidos de Chapinero bautizaron Zabrinsky por una lejana familiaridad con la película cuya banda sonora de Pink Floyd los mantenía en órbita; y para los más tímidos, el duro pero posible ascenso al tercer mirador de la carretera que lleva al pintoresco suburbio de La Calera, se convirtieron en  los premios de montaña de la carrera interna de cada gomoso que se embarcaba en la odisea que es forzar el cuerpo a jornadas y kilometrajes reservados a deportistas profesionales. O al menos así me parecía a mí.

Pero como la sabana de Bogotá es un altiplano, las correrías por los municipios que están a la misma altura sobre el nivel del mar también fueron escenario de mañanas enteras rodando a una velocidad promedio constante, desayunando en los piqueteaderos de carretera, regresando a la ciudad con las alforjas llenas de almojábanas, garuyas, pandebonos de Chía, de Funza, de Sibaté, de la vuelta a Puente de Piedra. Aventuras y paisajes para contarles a los nietos, hasta que la impericia, la imprudencia y el irrespeto empezaron a cobrarse víctimas en las carreteras. Además el ciclismo nacional declinó.

Aunque de un tiempo para acá la bicicleta ha vuelto a reinar por las calles de la ciudad; y no sólo los domingos y no sólo por las vías de tránsito exclusivo de bicicletas ni tampoco en pleno día. La gente está usando la bicicleta para hacer su vida en Bogotá, y resulta que una sociedad vive casi las 18 horas diarias. Es común ver grandes grupos de estudiantes o de jóvenes profesionales desplazándose raudos por la carrera séptima en las noches, los parqueaderos de las universidades están al tope de sus estacionamientos para este tipo de vehículos, se dan a conocer grupos que promocionan y facilitan el uso de la maquinita. Para la muestra un botón: la bicicletada cultural organizada por la Universidad Central que le facilita una bicicleta si usted no tiene una o no la llevó al centro ese día; los usuarios de la Biblioteca Luis Ángel Arango tienen un cómodo y seguro sitio de parqueo en el que ni siquiera necesitan una cadena que garantice la integridad de sus aparatos.

El modelo de bicicleta que se utilice es lo de menos, así sea la Monareta, el modelo más popular de la marca sueca Monark de los remotos años setenta, o una BMX idéntica a la que salía en E.T el extraterrestre, o una semi-profesional como mi fiel Interceptor, o de alta velocidad como las de los suicidas de mis amigos, velocípedos de cuña fija, es decir que los frenos dependen de la fuerza en la piernas del piloto, todas son aparatos funcionales que no contaminan, que contribuyen con el buen estado físico del ciudadano y que le dan un tono amable a la convivencia en este manicomio de urbe.

2 comentarios:

  1. Muy buen artículo felicitaciones, quedo registrado en http://urbanbixi.com

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    1. Muchas gracias por el enlace, quedo a su disposición y los invito a seguir leyendo.

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