Bodegón típico de la región Sinú, Lucho Jiménez |
Corrían los mediados de los años noventa, yo apenas
iniciaba mis estudios de literatura en la Universidad Javeriana en el sector de
Barranco Colorado, ahora conocido como el barrio Cataluña, cuando me enteré por
el noticiero del mediodía de su muerte. Se había ido bajo las ruedas de un bus
de transporte urbano, quién sabe si voluntariamente o delirante en su viaje por
este mundo que él vivía a través de sus versos, de los atardeceres sinuanos y
de los sonidos de la música sabanera. No conocía aún la obra de este
cartagenero de nacimiento y cereteano de crianza, enamoradizo con el entorno, pero
sabía de su existencia pues los medios habían reparado en su indigencia y en la
publicación de su primera antología como una noticia de gran audiencia… Así el
grueso de la población no tuviese la más remota idea de quién era Raúl Gómez
Jattin. Su muerte me dolió en un lugar que no supe, y no sé, ubicar. Me dolió
hondo, lento, como esa inyección que le ponen en la espina a los operados, me
sentí un poco huérfano de un familiar que no conocía hasta ese momento.
Heriberto Fiorillo se encargó de hacer una biografía
milimétrica del cartagenero genial, de seguir sin tregua y al dedillo cada uno
de los capítulos de una vida tortuosa, de un alma atormentada. Algunos
escritores me han recomendado no abordar esta obra, llena de los delirios y las
desdichas de Gómez Jattin, de oscuros detalles de su esquizofrenia y de sus
adicciones y desvaríos por el amor y el sexo. No somos ángeles, podría ser el título perfecto, pero el periodista
barranquillero optó por uno no menos dramático que su contenido: Arde Raúl. Aunque para qué sumergirse en
los oscuros vericuetos de la vida de un hombre cuando se puede navegar a
plenitud en sus versos, en las emociones y recuerdos que evocan esos poemas alucinantes
recitados con la voz ronca por el ron y las especias en boca del estudiantado,
en las frases susurrada al oído de la persona objeto de la pasión; navegar, irse
de las cuatro paredes (a solas conmigo) y sentir la brisa fresca en la ardiente
ribera del río Sinú, tumbado en una hamaca, como lo hizo la mitad de su vida
Raúl.
La poesía de Raúl Gómez se lee sola, como me diría mi
madre para convencerme de hacer algún trabajo para el colegio; no se necesita
de un doctorado ni ser un avezado en mitología; en la simplicidad de sus versos
está la magnificencia de su obra, por ejemplo en “El viajero del río”:
Parloteo de comadres aceitosas
Tiernas Sosas
Final de la tarde
Tú
vienes
como un pequeño dios
entre las flores
En el libro Del
Amor, poemas de 1982 a 1987, el poeta revela sus más íntimos sentimientos,
sus pasiones arrebatadas, sus diferentes filias y parafilias con un lenguaje
que no conoce las ataduras de la academia, vestido de la honestidad brutal de
la provincia… “Donde duerme el doble sexo” es, en mi concepto, el poema más
fuerte del libro en cuestión; intolerable desde muchos puntos de vista, la
zoofilia es el eje central del texto que en tantos problemas metió a Gómez
Jattin y sigue provocando todo tipo de reacciones ya pasada la primera década
del XXI. En todo caso, habría que preguntarse por la perversión en un niño que
desde sus seis años leía de tapa a tapa Las
mil y una noches y tenía frenéticos encuentros sexuales con las empleadas
domésticas de la casa de su abuela y con los animales idem. Dejo a buen juicio
del lector el contenido de dichos versos, esta es una casa indecente.
Raúl hizo todo lo que quiso y también pudo hacer del
extravagante estudiante de derecho de la Universidad Externado de Colombia uno
de los más grandes dramaturgos del país. Actor que intimidaba por su estatura –física,
intelectual e interpretativa– y que en
sus ratos de ocio acometía contra cualquier papel para plasmar unos versos
llenos de nostalgias y recuerdos de una infancia plena en un lugar muy cercano
al paraíso. Pudo serlo, pero el monstruo del fracaso se convirtió en una hidra
invencible que lo hizo regresarse a su terruño a escribir poemas y poemas y con
el tiempo a diluirse en su locura y en el consumo. Triste destino, triste carga
con la que dio el señor Gómez en llevar hasta la sepultura. En “Elogio de los
alucinógenos”, poema cuyo título cuelga como gárgola de catedral gótica, se
resume la angustia de la locura combinada con el éxtasis de la experiencia
sicotrópica:
Del hongo stropharia y su herida mortal
derivó mi alma una locura alucinada
de entregarle mis palabras de siempre
todo el sentido decisivo de la plena vida
(…)
Toda esa gran vida a los alucinógenos debo
La delicadeza de un alma no está casi
en lo que se apropia Sino en el
desprecio de ese estorbo
sangriento cual banquete de Tiestes
que la opulencia inconsciente ofrece vana y fútil
Pero Raúl no era sólo su locura, sus excesos y sus muy
particulares gustos. Era un enamorado de su tierra, de su gente –aún por encima
de los prejuicios y la ignorancia que lo hacían ver como un ogro entre afables
aldeanos–, del entorno del Valle del Sinú, una región de riquezas y paisajes
sin igual, también golpeada por la violencia; era un ser que hacía del acto de comer un rito y
lo plasmaba en palabras que hacen agua la boca. “Príncipe del Valle del Sinú” es
una hermosa pieza en la que se lee:
Tendido sobre un cojín de seda verde pistacho
Sus alimentos la almendras Las
aceitunas El arroz
La carne cruda con cebolla y trigo
El pan ácimo
Las uvas pasas El ajonjolí El coco
El yogur ácido
Sus colores el negro El azul y
el magenta
Y qué decir de la música, de esa su compañera
inseparable; lúcido, borracho o alucinado, Raulito cantaba, y cantaba
rancheras, pachangas, boleros y músicas del Valle del Sinú, de los Montes de
María y del Valle de Upar. Lo acompañaba siempre que lo asaltaban la angustia,
los recuerdos, sus muertos y sus desamores. Amaba la tierra y su sonido como
queda claro en su poema “De mi valle”, pequeña joya engastada en una obra
admirable e inmortal: Amanecer en el
Valle del Sinú, sus textos escritos entre 1983 y 1986:
Existe San Pelayo
Un recodo milagroso del tiempo
Una isla de música en el letargo del valle
Glorioso San Pelayo
de trompetas y tambores
No está de más mencionar que es en este municipio del
departamento de Córdoba donde se celebra
anualmente el Festival Nacional del Porro, otro de nuestros aires nacionales.
Me sorprendió Raúl una mañana de estas, cuando viajaba
al trabajo en un vetusto colectivo que atraviesa la ciudad en sentido diagonal
de sur oriente a noroccidente. Me asaltó sin previo aviso mientras huía del
reggaetón y las modas de oropel. Qué gusto poder refugiarme de la alienación y
el ámbito tóxico de esta metrópoli por medio de Amanecer en el Valle del Sinú, de su “Apacibles”, donde recuerda
con nostalgia de enamorado la música de mis amados Corraleros de Majagual, de
sus experiencias y soledades que me hacen amar lo que hago, entregarme sin
reparo alguno al oficio de las letras. Porque lo escrito, escrito queda, y
Raulito sigue acá, con nosotros, en cada uno de sus delirantes versos.
Muy bacana la reseña. Que nostalgia de aquellos días de "Amanecer en el Valle del Sinú", de la amada tierra, de la inmensa poesía del trópico, vital, desmesurada, enloquecida...
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