domingo, 8 de julio de 2012

Poeta como ningún otro, loco como todos

Bodegón típico de la región Sinú,
Lucho Jiménez

Corrían los mediados de los años noventa, yo apenas iniciaba mis estudios de literatura en la Universidad Javeriana en el sector de Barranco Colorado, ahora conocido como el barrio Cataluña, cuando me enteré por el noticiero del mediodía de su muerte. Se había ido bajo las ruedas de un bus de transporte urbano, quién sabe si voluntariamente o delirante en su viaje por este mundo que él vivía a través de sus versos, de los atardeceres sinuanos y de los sonidos de la música sabanera. No conocía aún la obra de este cartagenero de nacimiento y cereteano de crianza, enamoradizo con el entorno, pero sabía de su existencia pues los medios habían reparado en su indigencia y en la publicación de su primera antología como una noticia de gran audiencia… Así el grueso de la población no tuviese la más remota idea de quién era Raúl Gómez Jattin. Su muerte me dolió en un lugar que no supe, y no sé, ubicar. Me dolió hondo, lento, como esa inyección que le ponen en la espina a los operados, me sentí un poco huérfano de un familiar que no conocía hasta ese momento.

Heriberto Fiorillo se encargó de hacer una biografía milimétrica del cartagenero genial, de seguir sin tregua y al dedillo cada uno de los capítulos de una vida tortuosa, de un alma atormentada. Algunos escritores me han recomendado no abordar esta obra, llena de los delirios y las desdichas de Gómez Jattin, de oscuros detalles de su esquizofrenia y de sus adicciones y desvaríos por el amor y el sexo. No somos ángeles, podría ser el título perfecto, pero el periodista barranquillero optó por uno no menos dramático que su contenido: Arde Raúl. Aunque para qué sumergirse en los oscuros vericuetos de la vida de un hombre cuando se puede navegar a plenitud en sus versos, en las emociones y recuerdos que evocan esos poemas alucinantes recitados con la voz ronca por el ron y las especias en boca del estudiantado, en las frases susurrada al oído de la persona objeto de la pasión; navegar, irse de las cuatro paredes (a solas conmigo) y sentir la brisa fresca en la ardiente ribera del río Sinú, tumbado en una hamaca, como lo hizo la mitad de su vida Raúl.

La poesía de Raúl Gómez se lee sola, como me diría mi madre para convencerme de hacer algún trabajo para el colegio; no se necesita de un doctorado ni ser un avezado en mitología; en la simplicidad de sus versos está la magnificencia de su obra, por ejemplo en “El viajero del río”:

Parloteo de comadres aceitosas
Tiernas   Sosas
Final de la tarde
vienes
como un pequeño dios
entre las flores

En el libro Del Amor, poemas de 1982 a 1987, el poeta revela sus más íntimos sentimientos, sus pasiones arrebatadas, sus diferentes filias y parafilias con un lenguaje que no conoce las ataduras de la academia, vestido de la honestidad brutal de la provincia… “Donde duerme el doble sexo” es, en mi concepto, el poema más fuerte del libro en cuestión; intolerable desde muchos puntos de vista, la zoofilia es el eje central del texto que en tantos problemas metió a Gómez Jattin y sigue provocando todo tipo de reacciones ya pasada la primera década del XXI. En todo caso, habría que preguntarse por la perversión en un niño que desde sus seis años leía de tapa a tapa Las mil y una noches y tenía frenéticos encuentros sexuales con las empleadas domésticas de la casa de su abuela y con los animales idem. Dejo a buen juicio del lector el contenido de dichos versos, esta es una casa indecente.

Raúl hizo todo lo que quiso y también pudo hacer del extravagante estudiante de derecho de la Universidad Externado de Colombia uno de los más grandes dramaturgos del país. Actor que intimidaba por su estatura –física, intelectual e interpretativa–  y que en sus ratos de ocio acometía contra cualquier papel para plasmar unos versos llenos de nostalgias y recuerdos de una infancia plena en un lugar muy cercano al paraíso. Pudo serlo, pero el monstruo del fracaso se convirtió en una hidra invencible que lo hizo regresarse a su terruño a escribir poemas y poemas y con el tiempo a diluirse en su locura y en el consumo. Triste destino, triste carga con la que dio el señor Gómez en llevar hasta la sepultura. En “Elogio de los alucinógenos”, poema cuyo título cuelga como gárgola de catedral gótica, se resume la angustia de la locura combinada con el éxtasis de la experiencia sicotrópica:

Del hongo stropharia y su herida mortal
derivó mi alma una locura alucinada
de entregarle mis palabras de siempre
todo el sentido decisivo de la plena vida

(…)

Toda esa gran vida a los alucinógenos debo
La delicadeza de un alma no está casi
en lo que se apropia   Sino en el desprecio de ese estorbo
sangriento cual banquete de Tiestes
que la opulencia inconsciente ofrece vana y fútil

Pero Raúl no era sólo su locura, sus excesos y sus muy particulares gustos. Era un enamorado de su tierra, de su gente –aún por encima de los prejuicios y la ignorancia que lo hacían ver como un ogro entre afables aldeanos–, del entorno del Valle del Sinú, una región de riquezas y paisajes sin igual, también golpeada por la violencia; era  un ser que hacía del acto de comer un rito y lo plasmaba en palabras que hacen agua la boca. “Príncipe del Valle del Sinú” es una hermosa pieza en la que se lee:

Tendido sobre un cojín de seda verde pistacho
Sus alimentos la almendras   Las aceitunas El arroz
La carne cruda con cebolla y trigo   El pan ácimo
Las uvas pasas   El ajonjolí   El coco   El yogur ácido
Sus colores el negro   El azul y el magenta

Y qué decir de la música, de esa su compañera inseparable; lúcido, borracho o alucinado, Raulito cantaba, y cantaba rancheras, pachangas, boleros y músicas del Valle del Sinú, de los Montes de María y del Valle de Upar. Lo acompañaba siempre que lo asaltaban la angustia, los recuerdos, sus muertos y sus desamores. Amaba la tierra y su sonido como queda claro en su poema “De mi valle”, pequeña joya engastada en una obra admirable e inmortal: Amanecer en el Valle del Sinú, sus textos escritos entre 1983 y 1986:

Existe San Pelayo
Un recodo milagroso del tiempo
Una isla de música en el letargo del valle
Glorioso San Pelayo
de trompetas y tambores

No está de más mencionar que es en este municipio del departamento de Córdoba  donde se celebra anualmente el Festival Nacional del Porro, otro de nuestros aires nacionales.

Me sorprendió Raúl una mañana de estas, cuando viajaba al trabajo en un vetusto colectivo que atraviesa la ciudad en sentido diagonal de sur oriente a noroccidente. Me asaltó sin previo aviso mientras huía del reggaetón y las modas de oropel. Qué gusto poder refugiarme de la alienación y el ámbito tóxico de esta metrópoli por medio de Amanecer en el Valle del Sinú, de su “Apacibles”, donde recuerda con nostalgia de enamorado la música de mis amados Corraleros de Majagual, de sus experiencias y soledades que me hacen amar lo que hago, entregarme sin reparo alguno al oficio de las letras. Porque lo escrito, escrito queda, y Raulito sigue acá, con nosotros, en cada uno de sus delirantes versos.

1 comentario:

  1. Muy bacana la reseña. Que nostalgia de aquellos días de "Amanecer en el Valle del Sinú", de la amada tierra, de la inmensa poesía del trópico, vital, desmesurada, enloquecida...

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