domingo, 22 de julio de 2012

Jorge, mujeres y marineros

"Combate entre don Carnaval y doña Cuaresma",
Pieter Brueghel el viejo

“Cristo no era más que un judío romántico revolucionario”
El país del carnaval
Jorge Amado


Hace algunas semanas cité a uno de los mejores escritores en idioma portugués que ha nacido de este lado del Atlántico. Y aunque tengo profundas dificultades con la lengua del Brasil, no he tenido la menor dificultad con la literatura de Jorge Amado. Pero mi relación con la obra de Jorge Amado no nace en la biblioteca y sus obras impresas sino en la pantalla del televisor, allá en 1985, cuando por la magia del Betamax los menores de dieciocho pudimos ver mucho más de lo que algunos padres permitían y mucho menos de lo que nos merecíamos, en una época en que la literatura latinoamericana se tradujo en buenas películas como La mansión de Araucaima, El beso de la mujer araña y tantas otras. Las dos primeras veces que pude ver Doña Flor y sus dos maridos me sentí igual de incómodo. En una ocasión vi la película con los papás hippies de un compañero del colegio, nos divertimos a mares con algunas escenas y expresiones cachondamente subtituladas por españoles, quienes parecen estar en esa misma condición todo el tiempo. La segunda vez fue cuando la televisión nacional comenzó a importar las películas más taquilleras de la época; entonces, los televisores de los hogares colombianos empezaron a llenarse de luminarias como Stallone, Schwarzenegger, Michael J. Fox y, claro, la despampanante Sonia Braga, la diva brasilera cuya plataforma a la fama fue una telenovela hito de la televisión latina: Baila conmigo. Justo la noche en que estrenaban la cinta mi madre se negó a dormir, a pesar de trabajar como hormiga toda la semana. Vi la dichosa cinta rojo de vergüenza, ella no hizo ningún comentario, hasta que a Vadinho, en la noche de bodas, le solicita con premura acariciar el conejito a Flor. “Qué tipo más atrevido”, fue lo que soltó a manera de taco.

Años después volvía a ver a Sonia Braga, esta vez interpretando a un personaje silvestre  hasta la indolencia: Gabriela, en Gabriela, clavo y canela, el film dirigido por Bruno Barreto, coprotagonizado por Marcello Mastroianni y con música de Antonio Carlos Jobim. Un exquisito bocado, como los que preparaba Gabriela para “el turco” Nasim, un relato en el que la voz del narrador abre el apetito describiendo los olores de las especias, esos mismos que hacen de la mulata la hembra más apetecida de todo Ilheus. En la película el director le ahorra la sensualidad al espectador con unas tomas explícitas de los muslos y el sudor de la señorita Braga, pero Jorge Amado, que es un escritor de aquellos universales y atemporales, enmarca esta historia de amor en una época histórica y social precisa, donde muestra cómo fue en realidad que la capital del estado de Bahía logró su imperio cacaotero, y casi que en cada párrafo eriza los sentidos del lector.

Sin embargo, lo que me impulsó a escribir este texto no fue una Sonia Braga cachaca que se me cruzó en frente, ni la cachaza de regular calidad que venden los amazónicos en la Universidad Nacional; fue una escena de tragicomedia que me aconteció un veinte de julio, años atrás. Por alguna razón anárquica y de corte punk resulté detenido en alguna estación de policía del centro histórico de Bogotá. Una de las peores experiencias para el ciudadano de a pie que no tiene por qué caer en tales desgracias. El hecho es que de repente me vi sin cordones en los zapatos, sin cinturón, en camiseta jugando al popular tute, apostando cigarrillos que de no ser ganados en el juego cuestan un dólar cada uno. Recordé entonces mi personaje favorito de Jorge Amado: don Joaquim Soares da Cuhna, mejor conocido como Quincas Berro Dágua. La historia es una nouvelle de lo más simpática: La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua, aparecida en un volumen bajo el título de Los viejos marineros, en el que comparte tapas con La completa verdad sobre las discutidas aventuras del comandante Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura. Lo único cierto es que el maestro Amado se luce haciendo unas divertidas crónicas sobre dos personajes que hicieron de todo en su vida menos pilotar una embarcación, ni siquiera un bote de remos. Los dos textos se contraponen en algunos detalles como el de su extensión, por ejemplo. En La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua se narran los últimos diez años de la vida de Quincas en 44 páginas, doce capitulillos, según mi edición de Oveja Negra en su colección Obras Maestras del Siglo XX. Las aventuras de Moscoso duran alrededor de veinte años de crapulerías a lo largo de 243 abigarradas páginas, tres episodios y un sinfín de capítulos a la usanza de los cronistas de la colonia. Mientras el uno se da por la vida callejera, sórdida, de lupanar y abrevadero de aguardiente, el otro es el hijo calavera de una sociedad de terratenientes, comerciantes y pioneros industriales. Y como ya se dijo, tienen varias cosas en común, por decir algo el consumo constante y abundante de bebidas espirituosas y licores de toda índole, con todos sus protocolos, desde la cata de coñac hasta la verdadera experticia en aguardientes. Sin embargo, algún nivel de identificación me llevan a entenderme mejor con Quincas directamente.

La historia se desarrolla en un Salvador de Bahía pletórico de vida, de personajes pintorescos como es el grueso de una población, y se trata sobre todo de un retrato social de la época. Joaquim Soares da Cuhna es un pensionado de la aduana que vive una vida común en la que está atrapado por el status quo de la clase media bahiana. Un día se cansa del arribismo y la godarria de su esposa e hija y se lanza a la calle, a beber, a olvidarse de esa Bahía que él siempre aborreció, y se va a recorrer la que considera auténtica: la de la gente pobre. El asunto en sí, como se podrá sospechar, es la muerte del individuo en cuestión. Pero es que este señor ha muerto al final de la jornada tres veces, convirtiéndose en palabras de Jorge Amado en “un recordman de la muerte, un campeón de los fallecimiento”. Lo que se puede decir es que un pensionado de la Dirección General de Rentas puede hacer con su vida lo que se le pegue la gana y así lo hace el personaje. Dejó de ser Joaquim y se convirtió en Quincas, un apócope popular, en un aguardientero de tiempo completo, y dado que era un hombre culto y reconocido se convirtió en personaje de prensa a un salto de ser leyenda; los periódicos se referían a Quincas como “el Rey de los vagabundos de Bahía, el esponja mayor de Bahía, el filósofo andrajoso de la rampa del Mercado, el Rey de las verbenas callejeras –y , este es mi preferido–, el patriarca de la zona del bajo meretricio”. Quincas es un ser con consciencia social, se larga a vivir con el pueblo, en el arrabal, con el diario sustento obtenido por cualquier medio, enfermo de la enfermedad general, alcoholismo, carnaval, risa. Y aunque un pueblo como el de Bahía es pobre no muere de hambre, tiene el mar al frente y el campo detrás. En este texto de Amado la comida no es protagonista, pero pasa dejando un aroma a cazuela de pescado, a sancocho, a la marmita hirviendo con todo el sabor del mar cocinándose al carbón.

Jorge Amado a través del padre Quincas nos relata sobre una sociedad capitalista, endurecida y triste en la que su humanidad se ve en sus pobres, en sus arrabales, en la desenfadada alegría con la que enfrentan las vicisitudes de la existencia. Tanto quiere Quincas Berro Dágua a su gente que se niega a morir solo en su covacha; se levanta y se va al barco de Mestre Manuel, a celebrar con la gente su despedida de este mundo. De nada sirve que su familia se entere, para qué si él es tan sólo una pesadilla para ellos, como ellos lo fueron en su vida anterior, la de funcionario. De nada sirve el certificado de defunción, de nada la ropa nueva. Quincas murió sonriendo porque sus últimos años le fueron los más gratos, porque vivió de verdad. Y según su pueblo murió como siempre quiso. Para Quincas no hubo imposibles.

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