domingo, 26 de agosto de 2012

Ñeros, gamines y gamberros

"Niños callejeros", Diego Silguero

"A mi ñero llevan pa’l monte"
“Señor Matanza”
Mano Negra

Bogotá, Distrito Capital, mediados de los años ochenta. En casi cualquier parte de la ciudad retumbaba el sonido alienante y repetitivo del merengue dominicano, del vallenato, del pop español que habíanse aliado como un ejército invasor que anulaba la posibilidad de disfrutar otros ritmos. Los rockeros y los amantes del Caribe salsoso y el jazz nos refugiábamos en las casetas de música que ocupaban las aceras de la Avenida 19, hermosa desde la calle Décima hasta la tercera donde moría el comercio formal e informal a la entrada del Instituto Colombo Americano. No conozco a casi nadie que no haya intentado aprender el “english” en ese resquicio de colonialismo. Por esos mismos días en la televisión nacional se encontraban enfrentadas dos comedias familiares que se transmitían simultáneamente en dos de los tres canales activos: Don Chinche –a quien recordamos ya en esta columna– y Lazos familiares, la plataforma de lanzamiento de un actor ícono de esos años, Michael J. Fox, quien en la actualidad lucha contra el mal de Parkinson de la mano de Muhammad Ali.

Lazos familiares presentaba las peripecias de una familia promedio estadounidense, con los padres hippies aterrizados y los hijos típicos: un republicano, una hija bruta y la menor que venía siendo el elemento sensible y reflexivo, cosas que los gringos no conocen muy bien. Y como en este país la diferencia de clases es algo que nos aqueja y nos separa entre compatriotas, entonces, las clases mejor acomodadas se reían a mares con las ocurrencias de J. Fox, con los anacronismos de los padres hippies perdidos en la cultura de la década de los ochentas, y la gente del común se orinaba de la risa con las comedias costumbristas; claro, el nivel de identificación era absoluto. Para la clase media, esa que no es ni chicha ni limonada, existía Dejémonos de vainas, inspirada en la columna Postre de Notas que aparecía los viernes con el periódico El Tiempo, dirigida magistralmente por Bernardo Romero Pereiro (q.e.p.d), quien pudo obrar un verdadero milagro al traducir la columna humorística a la comedia televisada. Al repasar esta cinta gastada que es la memoria del escritor me encontré con un chiste que, según palabras de Germán Castro Caycedo, se convirtió en sentencia para el pueblo colombiano. En la nación del Sagrado Corazón la gente de la clase privilegiada quiere, aspira, añora ser europeo; la clase media desea con toda pasión ser, al menos un poquito, norteamericano o canadiense si no se puede más; y el pueblo raso, la base sobre la que está levantado todo esto, se muere por ser mexicano, tanto o más charro que el mismo Chente Fernández. Pero esta abominación no se detiene ahí. Existen subdivisiones al interior de las distintas raleas y existe una clase de ciudadano que permea todas las anteriores: el ñero.

Al hacerle un rastreo académico y etimológico a la palabreja decidí hacerle caso al maestro Samper Pizano (el bueno) y cuan largo es mi brazo tiré los diccionarios. Antaño en Bogotá existía la figura del gamín, precursor básico del ñero, y que era en estricto un niño habitante de la calle. Resultado de las grandes migraciones campesinas, mismas producto de la violencia generalizada que azota nuestro suelo desde tiempos ancestrales, el niño gamín abandonaba su casa para escapar del maltrato, del hambre o por simple curiosidad de conocer la “grande Babilón”. El gamín se agrupaba en galladas, hordas de muchachitos que sobrevivían refugiados en el número, en la manda como lobatos en la selva de cemento. Siempre con hambre, la cara sucia y los pies descalzos, los gamines robaban, se drogaban con marihuana e inhalando la gasolina de los carros y viajaban colinchados en el parachoques de los buses urbanos pintados de amarillo lápiz No 2. Existían sitios propiedad de las galladas; la mencionada Avenida 19 a la altura de la iglesia de San Faςon, por toda la línea férrea, era una reconocida guarida de gamines y así la inmortalizó el gran Ciro Durán en la película de 1977 que no podía llevar otro título: Gamín. Queda claro, entonces, que el gamín, palabra de origen francés que significa niño ayudante, aprendiz, es un niño indigente que habita las calles.

El otro gen componente del ñero es el gamberro, para usar un término que utilizara un periodista del mencionado El Tiempo en su Página del rock en referencia al cantante norteamericano W. Axl Rose. El gamberro es un tipo descendiente del arrabal, con poca educación, con mala actitud, vicioso, degenerado y hasta peligroso; vándalo es otro de los términos asociados con este espécimen. El gamberro ha logrado escaños en la sociedad y en el arte, no es sino darle una empujadita en retro a la memoria y nos encontramos con el joven, bello Marlon Brando encarnando un motociclista pandillero que no deja ni un solo vidrio entero a donde llega. El salvaje, de 1953, dirigida por Lazlo Benedek, puso al gamberro y a su poderío de grosería y agresividad en el panorama cultural. Lo común del gamín y del gamberro es que crean toda una subcultura propia, desarrollan jerga, estética, formas de relacionarse. Así en un cosmos aparte como son las gigantescas urbes latinoamericanas, nace la figura del ñero, una tipología diferente que se amalgama con las preexistentes, y por eso ñero se considera desde un recolector de material reciclable hasta el hijo de un mafioso o de un político corrupto que, muy a pesar de haber estudiando en algún colegio de la Uncoli, es un ñero.

Hacer un análisis social del ñero me haría acreedor de una serie infinita de recriminaciones, rechazo generalizado por parte de los compañeros militantes e ideólogos y, fijo, amenazas por parte de gente que no entendería ni remotamente que al hablar aquí del sujeto en cuestión estoy reconociendo una parte integral de nuestra sociedad. Sin embargo, existe un rasgo común al ñero, al gamberro y a los primos bastardos de una pirámide social que se asquea de sí misma: la chabacanería. Y es que ser ramplón parece ser conditio sine qua non en la naturaleza del ñero. Itero la separata Espectadores 2000, que reconocía en esta figura social una serie de características que veinte años después se mantienen intactas. Vayamos a la forma de vestir del ñero; podría tildarse de llamativa, zapatos tenis de colores chillones de marcas famosas, chaquetas pseudodeportivas o de cuerina, olores varios de los perfumes de las novias o en el mejor de los casos la detestable, dulzona y alcoholizada Dorsay de Ebel. Pero si de características se trata, la jerga es tal vez una de las cosas más curiosas que utiliza este grupo social. Tendientes siempre a hablar al revés, como en casi todas las jergas, existen términos como la lleca, el trocen y, oh sorpresa, descubrí que la palabra tombo –policía para los menos familiarizados– viene de botón, que es como se conoce al polocho en lunfardo. La capacidad de asociación del ñero es algo que merece mayor atención por parte de la sociolingüística; por ejemplo un estudiante que tuve hace un par de años me dio la mejor razón etimológica para la palabra gladiador: “pues, profe, ¿no ve que es el que lo pone a chupar gladiolo?”

Y así las características del ñero, su particular forma de hablar, de vestir, su gusto ramplón, grosero y desmesurado, me hace cuestionar el estado de nuestra cultura, de nuestra identidad, porque está claro que el ñero ha derivado en la comunidad gangsta, de ghetto norteamericana, y se ha estigmatizado y segregado a sí mismo. Es divertidísimo señalar la diferencia, es comiquísimo para unos cómo hablan los otros, pero ¿alguien se ha detenido a pensar en lo inocuo de criticar y señalar una forma de hablar cuando el problema de fondo es la falta de presencia del estado en nuestras ciudades, en nuestros barrios; la falta de educación, de orientación desde la familia misma que sólo ve televisión y copia modelos traficados desde otras latitudes?

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