domingo, 26 de febrero de 2012

Que veinte años no son nada

Óleo de Jorge Velarde
La Universidad Nacional de Colombia es una de las más prestigiosas instituciones de educación superior; a pesar de no haber aprobado su examen de admisión pude hacer dos cursos libres, uno de los cuales fue faro guía en mi posterior carrera de Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana. El otro me dejó una melodramática historia de amor que muy pronto pienso vender a un canal regional para que la convierta en culebrón de media tarde. Por esta (la primera) y muchas otras razones es que con orgullo y desbordada alegría recibí la noticia del ingreso de mi hijo unigénito a la mayor universidad pública del país. Hace unos días fue la semana de inducción y el último acordamos vernos a la salida de sus actividades. Como es usual, tomé un taxi por el corredor Norte-Quito-Sur y llegando al mencionado lugar algo me hizo trasladarme a los tempranos años de la década de los noventa. Había un montón, un chorro, un continuo fluir de muchachitos ataviados de acuerdo a la parafernalia de cuanto grupo, género, subgénero y movimiento contracultural existe.

Por allá en 1992 la movida eran los bares alternativos y en las tiendas de discos ya tenían en su surtido toda la vanguardia del sonido rock. Nirvana cabalgaba a la cabeza de la última gran revolución del rock que se ha visto; de cerca lo seguía Pearl Jam y de ahí en adelante sería dispendioso e inútil hacer una lista de las bandas que hacían que los juiciosos jóvenes de los colegios católicos terminaran desportillándose la crisma en antros como el mítico Transilavania o Vértigo (Campo Elías), bautizado así en “honor” al individuo que protagonizó la infame masacre en el restaurante Pozzeto, un 4 de diciembre de 1986. Desde 1990 las importaciones fueron liberadas y el neoliberalismo nos atiborró de productos, muchos de los cuales nunca hemos necesitado. Entre otras cosas entraron la música, las publicaciones especializadas y la moda; la ropa importada, los modelos MTV, los programas de radio con entrevistas y los canales de la televisión por antena parabólica saturaban la mente de los adolescentes colombianos. Hasta entonces todo el rock que la censura no aprobara era considerado música marginal; por ende, el hard tecno, el industrial, el metal en todas sus densidades y pesos, el hip-hop (entonces rap), el punk y hasta el reggae eran cosas de unos cuantos excéntricos dispersos. Pero entrando los noventa la cosa empezó a cambiar.

Gracias a una serie de eventos y decisiones políticas, en medio de un cambio de violencia, una generación de jóvenes procuró, alentó un cambio de constitución, empezó el clima de tolerancia que todavía hoy lucha por ser el ambiente de la ciudad y creó movimientos que desembocaron en la creación de eventos como Rock al Parque. Se me vienen a la mente un par de músicos con ánimo de hacer negocio: Andrea Echeverri y Héctor Buitrago, este último copropietario del ya mencionado Transilvania. Antes tenían uno que se llamaba Astrolabio, y antes Bar Barbarie, posterior Barbie… Años locos de bárbaras naciones. Claro, como en toda historia no todo era color de rosa; justo por esos años se fortalecieron los grupos de neonazis, surgieron los REA, los S.H.A.R.P., todos calvos como huevos duros y con una ideología revuelta, contradictoria y, sobre todo, cargada de violencia.

Para 1990 una separata del periódico El Espectador, Espectadores 2000, clasificaba cuatro grupos básicos en la juventud bogotana, a saber: el gomelo, el ñero, el punk y el metalero; cuatro grupos básicos de los que se desprendieron el resto, más aún, existe toda la hibridación que uno se pueda imaginar, desde el punk tipo Rodrigo D. que pretende hacerse a una batería construida por él mismo, hasta el que tiene encima dos millones de pesos entre la ropa y el peinado, especialmente diseñados para el concierto de Narcosis en el barrio Policarpa. El metalero del sur que no escucha otra cosa que total brutal death metal, Medellín, Colombia, Papá! O el que en mitad de su farra trashera pasa a Pastor López. Hace varios años trabajé en Ramones, un bar que no era de punk a pesar de su nombre, pero allá iban a templar los crestudos; allá vi a un reconocido personaje del ámbito underground azotando baldosa al ritmo de “Cali Pachanguero”, del Grupo Niche.

Veinte años después sigo pensando en que asisto a un momento histórico cada vez que veo a los jóvenes, cada vez más jóvenes, que invaden los campus a principios de semestre. Vienen absortos en esa etapa feliz en que cada uno quiere ser diferente y por eso mismo es que se agrupan con un montón de muchachitos y muchachitas que hablan igual, se visten igual, escuchan la misma música y se comunican en una jerga que nadie mayor de veinticinco años comprende. Sigo apoyándolos desde mis letras, desde el dato inopinado que les comparto cuando los encuentro despistados en exposiciones y conciertos, con sus marchas por causas que parecían perdidas hasta que se pararon en la raya en contra de la Ley 30… Me gustan los estudiantes –proclamaba Violeta Parra –, me gusta su rebeldía, su flojera para algunas cosas y el permanente cansancio que manifiestan ante las cosas de los adultos.

Espero y tengo fe en que sigan inquietos por siempre, que no se sigan comiendo el mismo calentado de ideologías y poca visión de la realidad, que se den cuenta de que la miseria está a la vuelta de la esquina, que no se dejen convencer de que la única forma de hacer revolución son las vías de hecho, que entiendan que el sistema no es más grande que la voluntad de los pueblos…
Me gustan los estudiantes
porque son la levadura
del pan que saldrá del horno
con toda su sabrosura
para la boca del pobre
que come con amargura.
Caramba y zamba la cosa
¡viva la literatura!
(“Me gustan los estudiantes”, Violeta Parra)

Por alguna extraña razón quise hablar de tribus y sonidos urbanos con nombre de tango y terminé en son de protesta.

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