lunes, 6 de febrero de 2012

Bodas de plata de un melómano con la Reina Salsa

Coletilla de la boleta del concierto de
Celia Cruz, Daniel Santos y La Sonora Matancera,
el 16 de septiembre de 1988 en Bogotá
Hablar de la salsa como un fenómeno cultural de inconmensurables proporciones no es una labor fácil ni mucho menos, especialmente cuando el escritor, conferencista y hasta atrevido no es salsómano, especialista o profesional de la radio. Mi perspectiva es muy sencilla: soy rockero por naturaleza y melómano por pura curiosidad. Sin embargo, la salsa me representa el sentido de pertenencia que hasta hace pocos años ninguna otra música lograba, más aún cuando mis primeros recuerdos de ver un conjunto de músicos que, en verdad, me conmovía hasta las lágrimas, están asociados con Celia Cruz, Willie Colón y nuestro Maestro Lucho Bermúdez y su orquesta, un 11 de noviembre de 1987 en el Club La Cabaña de Neiva, departamento del Huila, Colombia.

Esa noche bailé, con decoro, por primera vez una canción de salsa: Pegaso, del otrora payaso conocido como Melcochita, un peruano que traía candela en sus venas y por esa época desgastaba el dial con su historia de un pobre con un caballo de carreras que, por fin, gana una. Era también la oportunidad de pegármele a la amiga de mi prima mientras sonaba Juanita ae, de La Misma Gente, otra historia de pobres, con ese sonido de la salsa del pacifico que se derrite como melao al ritmo de la clave y la conga. Recuerdo de ese entonces al Maestro Bermúdez, un septuagenario que se defendía de su ceguera con tres o cuatro juegos de anteojos, fondos de botellas de distinto color y grosor, que “firmaba autógrafos” (no veía ni remotamente las servilletas y el desgastado lápiz con el que pretendía regalarnos un poco de su gloria), de manera afable y casi sorprendido de que unos niños de catorce o quince años lo admiraran hasta el mutismo. Queda entonces en mi mente el reventón de los cobres de su orquesta que evocaba al Carmen de Bolívar, su tierra natal; el ritmo seductor y voluptuoso de San Fernando y la guachafita desenfrenada al entonar Pachito Eché, himno del Deportivo Cali y canción compuesta a Francisco Echavarría, un pisco riquísimo y chusco, como diríamos antaño.

De Willie Colón puedo decir poco de esa ocasión, salvo que su cuerpo de seguridad nos retiró a empellones del sector donde el Maestro se encontraba sumamente ocupado, olfateando el producto nacional, imaginé, o degustando de nuestra flora y fauna, deduje al verlo en compañía de un par de ejemplares femeninos. Aparte de eso, el hecho de haberme trepado a una mesa a convulsionar con La murga de Panamá, enorme, que arrebató la conciencia de esa noche con el tronar del instrumento mágico que es el trombón en manos de un genio como Willie…

Eran cerca de las dos de la mañana cuando la Reina Rumba subió al escenario, pobre ahora que lo pienso y ahora que he asistido a otros conciertos de otras músicas, pero si los Van Van de Cuba y su genio indiscutible, Juan Formel, se presentan para una fiesta de Reyes Magos en El Charco, Nariño, en medio del manglar y la manigua, pienso que en Colombia todo es posible, es macondiano. Se subió entonces la Negra Mayor a descargar todo su repertorio, haciendo temblar la tarima con su energía y ese cuerpo paquidérmico que movía con la gracia de una adolescente. De ahí en adelante tuve la oportunidad de sacudir la osamenta con la señora, la Reina Rumba, unas siete veces más. La vi grandiosa un año después en el coliseo cubierto El Campin, un día antes de que el rock en español irrumpiera con fiereza en la capital con el célebre Concierto de Conciertos, en septiembre de 1988, celebrado en el estadio del mismo nombre, al lado del coliseo y que, paradójicamente, me perdí por no tener con quién demonios ir. Un amigo, salsómano eso sí, que se partía el alma en un taller, me invitó al concierto de Celia Cruz, Daniel Santos y la Sonora Matancera, bajo la dirección de Pedrito Knight. Esa noche el barrio Galerías y sus vecinos del Nicolás de Federmann tampoco pudieron dormir con la descarga de la Guarachera de Cuba y la bohemia del Inquieto Anacobero. No contentos con esto y, tal vez, un poco frustrados porque en el momento en que Celia sacudía los cimientos del coliseo al ritmo de su Bemba Colorá una pelea de borrachos en las graderías deslució por completo la presentación, nos conseguimos el dinero para ir a ver el mismo espectáculo, pero en un recinto para 1000 personas: el Club de Agentes de la Policía, ahí, en la ahora destruida calle 26 con av. 68, a tiro de piedra de nuestro barrio. Nos robaron el trago que habíamos comprado, porque esta presentación era más bien un baile de salón que un concierto de la música más popular de este lado del mundo; nos hicimos amigos de unos cuarentones la mar de divertidos que nos contaron chistes toda la noche y se solidarizaron con nuestra pérdida; y Danielito casi tenía que apoyarse en los parlantes para anecdotizar las canciones que traía anotadas en papelitos, pues se le olvidaban ya las letras, pero eso sí, jamás su rebosante vaso de ron. Esa noche como nunca vi a una orquesta de música cubana convertida en una Big Band, a la gente coreando El corneta o brindando a pico mientras sonaba de fondo Sopita en botella y Celia miraba con amarga resignación la contradictoria escena.

Ha pasado mucha agua bajo estos puentes y mis oídos ya se han reventado con la pureza de ver a músicos profesionales entregándose en los más diversos escenarios, transmitiendo sentimientos, desgarrando la memoria del melómano. Pero sigo pensando que la Salsa, aquí con respeto uso las mayúsculas, sigue siendo una de las manifestaciones culturales más arraigadas del latinoamericano; se ratifica con el crecimiento de sus fanáticos y sus cultores por todo el orbe; se siente viva como el año pasado cuando tuve la gracia de ver de nuevo a Willie Colón en un abarrotado Parque Simón Bolívar, horda motivada más por el reggetonero Daddy Yankee, pero que terminó seducida por el poder de los pulmones, la voz y las letras del “Malo” Colón. Y más feliz estuve cuando pude ver a Richie Ray y Bobby Cruz en la Plaza de Bolívar –qué  Bolivariano me he puesto–, ahí sí rodeado del escucha de salsa, del bailaor, del de arriba y del de abajo gozando, bailando, cantando, reconociéndonos como latinos. 25 años después me sigo conmoviendo con la salsa, reflexionando con cuidado, con interés casi científico, sobre nuestra identidad.

24-I-2012

No hay comentarios:

Publicar un comentario