domingo, 21 de octubre de 2012

Una soledad demasiado ruidosa

"Kurt Cobain", Mathías Izquierdo

Un agradecimiento a Bohumil Hrabal por el préstamo de este título.

Por más de tres semanas me di a la tarea de recorrer los sectores preferidos de ésta, mi amada, desvencijada y sonora ciudad. Desde la Biblioteca Luis Ángel Arango hasta la Pontificia Universidad Javeriana y descendiendo luego por la diagonal 42, como quien va en busca de un sosiego, rematando con celeridad en la Universidad Nacional de Colombia, se me fueron varios días de esas semanas inciertas, confusas. El verano se suspendió un miércoles en la noche del recién llegado octubre y las puertas del cielo vaciaron toda su capacidad de anegación en un torrente que hasta el sol de hoy no ha parado sino lo suficiente para no morir ahogados o por la inevitable aparición de un virus que en otra parte del mundo sería motivo para que los hospitales entraran en alerta amarilla y que aquí el sistema de salud controla y extermina con ibuprofeno y agua de panela caliente. Todo parece indicar que con el fin de los días soleados de seis a seis, el paso raudo de la semana de receso y el regreso de los meses con días festivos, se regularon las situaciones y la necesidad de escribir. La caminata, la bicicleta y las gafas de sol fueron los actores que entraron en huelga una vez regresó todo a la normalidad. Cabe anotar que las jornadas de reflexión y caminata son largas, extenuantes y no muy reconfortantes teniendo en cuenta el estado actual de la ciudad, de la sociedad. Me encontré con las marchas de los muchachos de las universidades públicas, del Servicio Nacional de Aprendizaje, del sector judicial y del aniversario del impune asesinato de Jaime Pardo Leal, quien cayó víctima del exterminio paramilitar que aniquiló con saña el partido político Unión Patriótica, propuesta de varios actores del conflicto, el cual contaba con la participación de desmovilizados del ELN, del movimiento de autodefensa obrera y el apoyo de las FARC y el EPL.

Pero si hubo algo preocupante en mi continuo deambular por la ciudad fue la impresionante contaminación auditiva a pesar de la conveniente peatonalización de la calle Real del Comercio y su continuo, la carrera Séptima, hasta la calle 22, con un eficiente servicio de bicicletas para recorrer la once calles; a pesar de encontrar al menos cinco puntos de medición del ruido, los decibeles en esta ciudad son insalubres. Por paradójico que parezca mi única escapatoria fue mi dispositivo personal, artillería pesada contra los enormes y destructivos obuses de reggaetón que atacaban sin misericordia los transportes públicos, incluso el monopolio que no regula a la ralea que ingresa con dispositivos de amplificación; cargas de profundidad de vallenato de la nueva ola y granadas de fragmentación cuya metralla consiste en estridentes, desafinados y prohibidos corridos que parecen tratar de demoler la ciudad pues al parecer han reemplazado al tradicional payaso para promocionar restaurantes, almacenes de zapatos, de ropa, de discos –ah no, esos no porque la ley se los prohíbe–, en fin. Una caminata por cualquier calle comercial de esta ciudad lo deja a uno al tanto del hit parade de los géneros ya mencionados. Volvamos al transporte público y al parque automotor en general: parece que el gobierno controla la emisión de gases pero no de ruido, es un problema que debería ser atendido con premura. Ni ahondemos en la contaminación generada por el auge de la construcción y ¡oh, paradoja! el desastre de la adaptación al sistema masivo de transporte en las avenidas 26 y décima.

Ante este panorama los audífonos fueron la única opción. Si voy a ensordecer que al menos sea escuchando algo que me gusta, y a mí me gusta el rock, en todas sus variedades, en todos sus colores y matices, con positivos y negativos, con su historia pletórica como la de todas las músicas pero profusamente difundida por los medios de comunicación, exagerada y distorsionada, escrita y contada cada vez que el género se siente agotado; y este muchacho nació cansado, rebelde y con un grave complejo de Peter Pan.

Mucho se discute de cuándo y dónde nació el rock; todo el despelote se inicia, como es bien sabido, con la revolución musical posguerra por allá a mediados de los cincuenta con un feliz encuentro entre la música blanca, country, hillbilly, etcétera, con los ritmos negros R&B, antes llamada música racial, góspel y blues. De ahí nació el rock and roll, endemoniado sonido que llegó para fundamentar todo un movimiento contracultural que, aún hoy en día, sacude, cuestiona y ataca el sistema decadente del capitalismo y que al mismo tiempo explora en lo más recóndito del ser humano, sus interacciones y su yo interior. Aún teniendo un intenso sabor a autodestrucción, el rock en sí se niega a morir y ha derivado en una cantidad significativa de estilos y hasta modas que son parte importantísima de la historia moderna. El rock, como tal, se lo inventaron The Beatles, el inmortal cuarteto inglés que dio bases sólidas y sonidos definitivos para el género como lo conocemos. Eso me dice mi señora, beatlómana declarada y una mujer con conocimientos de causa. Por otra parte, Rock & Pop. La historia completa, documentada y ágil compilación de las dos historias dirigida por Michael Heatley dice: “De hecho, John Lennon y sus compañeros Beatles enseñaron el camino al puñado de intérpretes que efectuaron una exitosa transición del pop al rock. Entre ellos los Rolling Stones, los Yardbirds y los Who, quienes ya en sus orígenes tenían una sensibilidad rock más agresiva”.

Mi relación con el rock clásico nace en los primeros años ochenta cuando a través del radio conmemorativo del mundial de fútbol en España que me regalara mi padrino (un señor que no veo hace 25 años) encontré una emisora que pasaba música en inglés, la recordada Radio Tequendama. Mis primeras aproximaciones son “Starway to heaven”, la canción rock más sonada diariamente en el planeta, “Another brick on the wall”, ariete promocional de esta obra-concepto de Pink Floyd y “Bohemian rhapsody”, la magnánima canción escrita por Freddy Mercury para A nigth at the opera de 1975; con esas tres canciones a los once años, los adultos me hacía sentir mal porque decía que me gustaba el . Cuando la adolescencia me asaltó sin previo aviso se fundó en Bogotá el mercado de San Alejo, mítico lugar de comercio informal mejor conocido como El Mercado de las Pulgas. La música siempre ha sido uno de los fuertes de este bazar criollo, tradicional y plagado de historias y anécdotas. Pero eso es harina de otro costal. Existía un sello alternativo y evasor que se dedicó a gravar en casetes TDK, la mejor fidelidad, la mayor duración, toda la música de todos los géneros, casi sin excepciones; su logo era una suerte de ska-boy  de pie, con la pierna izquierda cruzada sobre la recta derecha, apoyado en un codo contra una pared y con un maletín a su lado, eran los de Secret Sound Studio. En varios de sus puestos –ya que el Mercado se instalaba a lo largo de la carrera Tercera desde la avenida 19 hasta que la primera languidecía y moría en su encuentro con la calle 26; su extensión permitía verdaderas franquicias de artesanos, anticuarios y reproductores de música, afiches y acetatos del sello Morgan Records– empecé una modesta colección de música de rock con todo lo que había a disposición en ese momento. Como mis conocimientos eran limitados, busqué una fuente para beber conocimiento sobre esta nueva onda que surcaba el panorama.  Mi respuesta fue Javeriana Estéreo y sus Clásicos del Rock, donde me fueron reveladas bandas de la talla de B-52, Sonic Youth, estrellas imperecederas como Sting después de The Police, David Bowie y su camaleónica capacidad de mantenerse fresco y a la vanguardia, Iggy Pop, The Sex Pistols, The Ramones. Mi dispersión me obligó a  anotar las bandas, las canciones y las formaciones en un cuaderno grapado de cubierta color cartón; cuando vi un casete de Metallica pregunté con la candidez que da la ignorancia si se trataba de una banda o de un género aparte. Igual era 1988, era apenas mi tercera incursión en San Alejo, pasé un oso más bien pigmeo para la época. Cuando unos tantos años después vi a los escandinavos Apocalyptica haciendo temblar el Parque Simón Bolívar y sus ciento y pico de miles de asistentes con “Fight fire with fire” arrancando la presentación, asomóse una espesa lágrima de nostalgia.

Agonizaron los ochenta y vinieron los mismísimos demonios arrancados del arrabal angelino, los gamberros mal hablados de los Gun´s and Roses, un 30 de noviembre de 1992, un concierto al que fallé por mi sagrado deber con la patria y con el Batallón de Policía Militar No 15 Cacique Bacatá. Una vez recuperado del fatal golpe entré a una refinada universidad extramuros y conocí el famoso y nunca bien ponderado rock alternativo y sus más delirantes hibridaciones y experimentaciones que despuntaron a comienzos de los noventa así fueran grabados años atrás; explotaron The Cure, The Replacements, Bauhaus, REM, y claro, el rock en español que venía con fuerza y reventó con interés inusitado. En Bogotá abrieron los bares alternativos y ese tema ya se tocó en esta columna, fue un completo carnaval que duró años. El fenómeno grunge apareció, revolucionó y se murió. Existen sobrevivientes al cataclismo como Pearl Jam y su eterno fluir.

Esa fue la última convulsión en la historia del rock a mi manera de ver. En los estertores del siglo XX algunas bandas que se movían en la delgada frontera del rock y el metal, ese subgénero que se aleja cada día más de sus orígenes y se llena de prótesis elaboradas a partir de otras música, de conceptos oscuros y decadentistas, rescataron la fuerza del rock manifestándose con temas políticos y sicológicos capaces de levantar la moral de un yonqui irredimible. Para citar un ejemplo, System of a Down, a pesar de la mofa de antiguos colegas de excesiva vanguardia o anquilosada ortodoxia roquera. Del presente siglo es poco lo que he querido saber; por una parte la música es infinita y su exploración demanda tiempo, dedicación y disciplina, por otra, las nuevas propuestas me saben a papel reciclado, a sonidos repetitivos monótonos y uniformados lustro tras lustro, pues parece que, aparte de los consagrados y consabidos,  ninguna banda soporta más de cinco o siete años de creatividad y gloria. La radio también sufre de contaminación constante y se le manifiesta en las mañanas, cuando ni las emisoras universitarias se salvan de los locutores desinformados y de una programación de payola en donde los grandes sacrificados son el rock y el caminante de la ciudad.

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