domingo, 15 de abril de 2012

Tengo sed

"Río Bogotá", Roberto Páramo
Abril lluvias mil reza el ancestral refrán que acompaña la llegada de esta temporada en Bogotá. También es sabido que en Semana Santa, así el verano tenga apretado por el gaznate a la población sabanera, llueve inmisericordemente de miércoles a Domingo de Resurrección. La sabiduría popular no se equivoca, y es que Bogotá es desde muchos puntos de vista una zona húmeda. Contrario a los conceptos decimonónicos y rezanderos, Monserrate no es un volcán. Tales erratas permanecen hasta hoy día, como lo demostró el popular Pirry, periodista alternativo y osado que no tuvo el menor reparo en soltar esta perla en History Chanel. Pero sí es cierto, comprobado científicamente, que buena parte del altiplano cundiboyacense era un gran, hermoso, profundo mar mediterráneo. Una vez vaciado este mar, quedaron la sabana y sus cordilleras circundantes salpicadas de enormes y elevadas lagunas (Tota es la segunda laguna más extensa de América Latina), y la región, donde ahora se asienta esa gigantesca masa de concreto que es Bogotá, un rico y prístino sistema de humedales.

La cosmogonía de los mitos muiscas se basa en seres acuáticos, se escenifica en lagunas: se idolatra a la rana, a la serpiente de agua. Como en casi todas las mitologías, el pueblo chibcha sufrió una inundación devastadora que buscaba redimir a la humanidad por haber caído en la pereza y la desidia. El héroe civilizador fue, entonces, un hombre blanco venido de ultramar que, tras golpear la roca del Tequendama con su báculo, vació la sabana anegada y les enseñó a los nativos a cultivar, comerciar y no olvidar a sus dioses. El ícono por excelencia de la orfebrería de nuestros ancestros es La balsa muisca, en la que se representa una ceremonia de ofrenda que, se supone, tenía lugar en las gélidas aguas de Guatavita. Varios intentos hicieron los hidalgos caballeros que conquistaron estas tierras por desocupar el espejo de agua; no lograron por completo drenarla, pero sí dejaron una cicatriz indeleble en el cerro, cientos de esclavos ahogados y un resquemor en nuestra memoria indígena.

Qué estaba pensando don Gonzalo Jiménez de Quesada cuando decidió fundar un asentamiento humano en las estribaciones de una cordillera indómita, de frente a una sabana pantanosa, con un clima de súbitos cambios y perpetuas llovizna de páramo, es un completo misterio para la Historia contemporánea. Dícese en algunos textos que le acomodaba su clima benéfico. La única explicación posible para tal decisión habría de ser el atroz invierno español en plena miseria de la Corona, y la rica culinaria de los indígenas, gente limpia y trabajadora que era dada a las frecuentes abluciones. No así los conquistadores que se cocinaban dentro de las armaduras y la cota de malla, pero consideraban peligroso para la salud una zambullida en algunos de los muchos ríos que descendían de los cerros tutelares.

Para el ciudadano de a pie es casi imposible imaginar que esos caños malsanos que cruzan la ciudad hacia el occidente fueran antaño las corrientes hídricas que nutrían los distintos humedales donde la fauna, endémica y migratoria, hallaba el perfecto ecosistema. El río San Francisco, el Tunjuelo, el Fucha, cuyo nacimiento estaba en lo que ahora es la carrera Séptima con calle Primera; el caño Albina, afluente del San Cristóbal, ese que nace allá en los tanques de Vitelma y donde se bañan y lavan ropa los soldados del batallón de logística. El agua es sagrada desde donde se le quiera mirar y los muiscas fueron bendecidos por los dioses. Pero la civilización y el progreso son monstruos que todo lo trasforma o lo elimina. Un caso dramático fue la canalización subterránea del río San Francisco. El río Vicachá nace en el cerro de Monserrate y fue el mayor caudal de agua en la ciudad durante las primeras décadas del asentamiento español. Con la llegada de la comunidad de los Franciscanos en 1550 el caudal cambió su nombre a San Francisco.

Para comienzos del siglo XX el río estaba convertido en una zanja pútrida que atravesaba el centro de la ciudad. Aún así, se siguieron inaugurando puentes como el Santa Fe que vino a ser descubierto un siglo después cuando, paradójicamente, se construía el eje ambiental, horrorosa vía, con un pestilente canal en el centro que pretende evocar el correr del río. Pero como la naturaleza es sabia y el hombre no puede detener las fuerzas cuando estas se desbocan, a finales de la década del sesenta del siglo pasado uno de los tradicionales aguaceros bogotanos, junto a una serie de factores como el taponamiento de la bocatoma de la canalización, hizo que las aguas se rebasaran, inundando de paso los sótanos y locales de la entonces moderna avenida Jiménez.

Tendría que extender estas líneas hasta el cansancio para hacer una semblanza similar con los humedales, Juan Amarillo en Suba, Córdoba en Pontevedra, y Santa María del Lago en Engativá, por citar aquellos que han sido objeto de intervención y conservación. Todos estos espejos de agua siguen albergando distintas especies, siguen oxigenando la ciudad a pesar de la urbanización pirata, de los desechos industriales, del paso inexorable del ser humano por este planeta. Las inundaciones que ahora desalojan sufridos propietarios y arrendatarios de las precarias soluciones de vivienda son lógica consecuencia de la depredación que ha arrasado las fuentes del vital líquido. Los aguaceros mismos son un síntoma del desajuste climatológico. La sociedad se ha enterado tarde de la valía del agua, de la enorme ventaja que tenían los primitivos habitantes del altiplano al vivir en esta tierra fría y húmeda. El costo de nuestro descuido lo pagarán nuestros hijos, nuestros nietos, los que no han nacido.

1 comentario:

  1. Excelente como siempre viejo Orlando; muy triste y acertado en cuanto a que, la misma población preferiría destruir los humedales y las pocas reservas naturales que nos quedan, con el objeto de poder construir avenidas y ahorrarse diez minutos de trancón.

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