domingo, 3 de junio de 2012

Amanecí otra vez…

"Trapiche", Ponpeyo Delgado Torres

No hay manera de saber, comprender o imaginar siquiera lo que pasa por la mente de otra persona. No es posible explicarse por qué un día un individuo se levanta sicótico y la emprende contra el mundo. Dicho de otra manera, no se puede saber por qué la gente se levanta con el mico al hombro. Pero es que la situación actual no da para otra cosa. Desde el vecino buena onda, farrero y desconsiderado que rumbea hasta las 3:00 a.m. con puro hardcore y salsa dura a todo volumen, hasta el personaje que, aparte de robarse el erario, se indigna porque algún ente de control le va a abrir investigación por lo que él considera una ligereza de su parte. Así a quién no se le salta el taco de vez en cuando.

Las personas suelen preguntarse por qué rayos les pasa lo que les pasa. Pero es que el mundo se relaciona con el individuo de acuerdo al comportamiento de dicho individuo. Si uno se levanta indignado con el mundo y desde que sale de la casa está agarrando a madrazos al universo, no puede esperar que la respuesta sea amable. Probablemente pierda el transporte, si coge un taxi el conductor lo llevará por la ruta más larga, y seguro que si llega a comprar un paquete de cigarrillos el dependiente le alcanzará además un ejemplar de El Tiempo y una gaseosa tibia. Porque eso es lo que le entienden cuando uno llega desmadrado a reclamar su sagrado derecho a estar de mal genio con la existencia. Por otra parte, somos una sociedad, una cultura; existen protocolos y formas para relacionarnos unos con otros. Pero, dado el advenimiento de las nuevas tecnologías, los protocolos y las formas tienden a desdibujarse, a hacerse confusas, a leerse erróneamente. Además de eso, a las personas no les interesa leerse entre ellas sino que las lean. Vayamos a un ejemplo sencillo. Según Alison Lurie en su libro El lenguaje de la moda, el ser humano utiliza su forma de vestir como respuesta a necesidades y estados anímicos. Para no ahondar en el asunto, la ropa siempre ha dicho, y mucho, de su portador. En este momento mucha gente lo utiliza como símbolo de status: gano mejor que vos, duermo mejor que vos y, sobre todo, valgo más que vos.

Ahora, todo parece indicar que la alienación ha hecho mella en las generaciones que crecieron haciendo los trabajos en una máquina de escribir marca Remington, de esas de carrete de cinta de dos tintas, y resolvían ecuaciones en las arcaicas calculadoras Casio 1600, que más parecían una registradora que otra cosa. Pídale a un cuarentón de estos que lea un párrafo completo impreso y le cuente qué fue lo que entendió. Si es un texto de corte socialista le va a decir que esas son puras patrañas de “la FARRR”, como decía un ex presidente que le achacaba hasta la ola invernal al EP. Si es un escrito personal le va a decir, así usted sea un escritor consumado, que a eso le falta, que cómo se le nota que usted es un amateur, o simplemente, que no le entendió. Porque la gente olvidó leer, no le interesa, le basta con lo que le tiran los medios. Y de esta misma manera el grueso de la población le sigue el juego a la publicidad, a las políticas neoliberales, se siente cómoda cuando le plantean la idea de globalización. Los ingenieros manejaran el término de alguna manera, los neoliberales de otra; mi concepto apunta a la eliminación de las distancias y el aislamiento gracias al advenimiento de las comunicaciones y la inmediatez de la información, teoría planteada por Marshall McLuham en su genial obra La galaxia Gutemberg, pieza obligada para comunicadores y otros tiranos de la información.

Y el problema va más allá; me decía un amigo alarmado con la atmósfera neurótica que se armó por un comentario: “es que a algunos se les olvidó en qué tierra se le rasparon las rodillas”. Y es así. Venga de donde venga, a menos que sea un Santos o un Fernández de Soto, el ciudadano aspira a tener un futuro mejor que el pasado en el que se crió. Pero parece que en el proceso el personaje en cuestión, de preferencia estrato 3, frecuentemente niega sus raíces, desconoce sus costumbres, se hace el sordo ante los sonidos que arrullaron su más tierna infancia. Resulta entonces que la fiesta de los quince añitos de su hija va a ser una celebración salida de todas proporciones, con todas las formas importadas por MTV, VH1, Much Music, y entonces el sufrido padre va a mandar traer auténticos cadetes de la Escuela Naval Almirante Padilla, contratar con una banda de reggaetón, una de rock, un cantante adolescente y un trío de cuerdas para su propio consuelo. La comida será un buffete mediterráneo y a media noche traerán la silla de palma filipina para que la mamá de la niña le imponga las zapatillas Carolina Herrera. Y la niña es un dechado de virtudes, políglota, casta, inteligentísima y hasta bonita. La realidad de esta gente venida a más es que se van a quedar en la calle con esos gastos, que la niña apenas si chapotea el mal español por andar pegada de los dispositivos electrónicos y ni hablar de la sorpresita que les va a dar a los viejos con el cantante de reggaetón en un par de meses. Me pregunto si dolería menos o si las cosas pasarían así de haber creado un ambiente más cercano a lo que somos… ¿Qué pasó con la fiestica con la familia, con lechona y ponqué y con el grupo de música llanera? Este tipo de personas sufre de una amnesia bastante particular, se olvidan del pariente pobre, se les olvida el nombre del compañero con el que se graduaron del colegio y, para colmo, se les olvida su idioma nativo apenas les entregan el diploma de pregrado.

No quiero meter el dedo en la llaga pero me veo escuchando al profesor de Historia de una prestigiosa universidad de ultraderecha diciéndonos que la música colombiana había recibido la estocada letal con la entrada del merengue dominicano a nuestras tierras. Pero el problema no es del merengue, ni de la salsa catre, ni de la basura bachata que nos llega. El problema está en la manipulación de los medios y en la falta de cultura, sumada a la pereza mental, que aqueja a nuestro amado pueblo. La gente escucha lo que le ponen y como en este sistema lo lúdico ha quedado relegado para los niños, el adulto promedio farrea, baila como trompo en festival, se embriaga con cantidades navegables de alcohol y se olvida de todo. Así como no lee, no escucha. Para armar fiesta, música es lo que tenemos en  Colombia. Arranquemos por Los Corraleros del Majagual, mítica agrupación de donde salieron Alfredito Gutiérrez, Lisandro Mesa y el popular Fruko (así llamado por su parecido con la muñequita insignia de una salsa de tomate). Ya con estos tenemos para azotar baldosa hasta que raye el sol. La carranga es una música nacional que don Jorge Velosa ha fusionado con casi todos los ritmos del país, reforzando el carácter rumbero del sonido del altiplano. Pero si de sacudir el esqueleto se trata se podría echar mano de las cumbias de José Barros, de las melodías de nuestro centenario Lucho Bermúdez y así, la discografía fiestera nacional es una veta aún inexplorada por su gente. Pero la cultura siempre va a hacer resistencia a fenómenos arrasadores y homogeneizantes como la globalización. Y siempre hay un sector de la juventud interesada en conservar su identidad, sus raíces. Caso curioso el de la comunidad nariñense. Existe Walka, una rara banda binacional que combina la música metal con ñapangas, cantando en quichua, y en sus presentaciones en vivo se ven a sus fanáticos bailando las distorsiones de la guitarra eléctrica como si estuvieran en pleno Carnaval de Blancos y Negros.

Sí, ante un panorama tan confuso, tan lleno de conspiraciones, contaminado por la ignorancia y la ceguera cultural de las personas que habitamos este sufrido país, no es raro, ni anormal, ni preocupante que una que otra persona se vuelva majareta. Lo preocupante es el proceso de aniquilación del pensamiento al que asistimos cada mañana, al encender el aparato de televisión, el radio FM, al ver los titulares de prensa. Malas noticias para la cultura, ya viene Jota Mario.

1 comentario:

  1. Voto a favor ante tremenda crítica. Los medios masivos de comunicación nos han conminado a la muerte de nuestra voluntad. Qué tristeza.

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