jueves, 31 de enero de 2013

Reflexiones

"Fundación de Bogotá", Pedro Quijano.
No tengo certeza de cómo se vivieron los días de entre siglos anteriores al mío, pero puedo asegurar que a la impresión que me dejan estas jornadas, no les puede corresponder un adjetivo menor a vertiginosas.  Antes de poder reaccionar habían pasado los primeros diez años de la nueva centuria y en un respiro se volaron la línea otras dos vueltas al sol. Los más de los días ocurren los más sorprendentes acontecimientos, fenómenos naturales, revoluciones, dictaduras, avances tecnológicos, corruptelas imperiales, invasiones bárbaras y tragedias cotidianas como el homicidio de un niño de seis años a manos de su madre alcoholizada, marginada y enloquecida por su propia miseria. Muy pronto se cumplieron los centésimos aniversarios de varios inventos y marcas que rigen la vida normal del ciudadano corriente, y a lo largo de ese turbulento siglo se re organizó el mundo y la vida se transformó, gracias a la tecnología y los medios masivos de comunicación, dos de las primeras plagas que han de asolar la humanidad hasta que esta recupere su consciencia y su deber consigo misma. En realidad, siento el cambio de siglo cuando pienso en las teorías apocalípticas que invaden a la humanidad, en las dos ocasiones que la civilización ha pasado de las centenas a los milenios, en el fin de las artes, todas recicladas y reinventadas a partir del agotamiento mismo de los temas que perfilaron los griegos en la génesis de los conceptos de arte, cultura y conocimiento; en la constante inversión de valores en donde, por ejemplo, matarse de hambre y exponerse constantemente a infecciones y mutilaciones es usual para expresar no sé qué inconformidad con los entornos, llámense estos sociales, económicos o “culturales”. De convivencia, me atrevería a diagnosticar.

Despierto todas las mañanas aterrado con la gruesa capa gris que matiza el firmamento de  nuestras mañanas bogotanas como un rímel corrido, la pintura desdibujada de una mujer que ha pasado una noche de abusos y maltratos. Las ojeras de la tristeza y el abandono. Se siente la incomodidad en el ambiente cuando se le propone al habitante que, por X o Y motivo, visite otros sectores; simplemente para él son un universo diferente. Como en la mayoría de las metrópolis, existen seres que desconocen por completo la existencia de la ciudad más allá de determinadas coordenadas y la situación de quienes allí moran. El concepto de mejor o peor a ninguno importa, se ignora, no se concibe la existencia del otro.

Las paranoias se disparan y cada tanto a los estudiosos, esotéricos, místicos y desocupados les da por anunciar un nuevo fin del mundo que termina siendo motivo de juergas, bacanales, arrepentimientos y recaídas una vez la fecha profetizada pasa rauda como otro día más de la semana en que no se hizo nada, mijo. En resumen, vivir en una urbe hipertrofiada a comienzos de siglo, en pleno cambio de milenio, es una situación que atenta contra el bienestar del ciudadano promedio, máximo cuando este se encuentra arrinconado, acosado contar la espada y la pared, valga decir, entre el sistema y los medios masivos de comunicación que lo coartan y casi que obligan a creer en una fantasía utópica que le promete la continua felicidad instantánea de las posesiones materiales. El panorama no podría ser más pesimista, las huelgas de víctimas no atendidas por las instituciones que deberían por principio protegerlas, el continuo saqueo del erario, las bandas emergentes apoderándose de territorios que antes dominaban grupos de una bien definida línea política que  nunca reclutó menores, nunca utilizó la violencia sexual como arma de guerra y que, en la más humanitaria de las medidas, arrojaba los cadáveres de opositores políticos, simpatizantes del bando contrario o renegados campesinos que negábanse tercamente a regalar sus tierras, ajusticiados a la usanza de la ejecución militar, al rio Atrato para que las autoridades competentes de los municipios no influidos pudieran darles cristiana sepultura. La tan publicitada inseguridad de la capital y los ingentes esfuerzos de un alcalde bien intencionado pero atado de manos en el consejo, maniatado por las empresas de servicios públicos y, otra vez, calumniado y atacado por la prensa en total oposición a cualquiera de las propuestas hechas.

Me quedo pensando, reflexionando, meditando, en el sentido de cada una de estas palabras, no utilizadas como sinónimos sino atendiendo al real significado de cada una de ellas y llego a la conclusión de que lo peor sería rendirse anta la tremenda avalancha de retos que tiene la capital. Desde el más humilde de sus habitantes hasta el cachaco de más rancio abolengo, emparentado con conquistadores y con la realeza chibcha, debemos emprender una cruzada por la rehabilitación de Bogotá como la capital de nuestra nación, como la Atenas sudamericana y como una de las ciudades con mayor potencial cultural, artístico y social de este lado del hemisferio. Varios son las problemáticas que aquejan a nuestra urbe en estos momentos de coyuntura, depredación y angustia. Sin embrago, aún siendo dificultades superables, la corruptela generalizada sigue carcomiendo las instituciones y logrando lo que las guerrillas marxistas-leninistas no han logrado en 70 años de lucha armada: deteriorar el estado colombiano, socavar las bases sociales y destruir el sistema. Pero nadie propone el reconstruir, el restaurar, el levantarse para mirar adelante y conquistar el futuro. Nadie.

Queda pues en nuestras manos organizarnos, luchar contra las prácticas inmorales como el soborno y los favores políticos, así se escape la única oportunidad de comer lechona y tomar cerveza gratis cada dos años. Queda dejar de creerle a J. Mario Valencia y suspender la asistencia a espectáculos en el teatro J. Mario Santodomingo, imperturbable templo de la cultura a salvo de las infectas masas. Queda apoyar las bibliotecas públicas y asistir a sus programas de promoción de lectura, de escritura creativa, de cine, de danza. Queda reorganizar las juntas barriales en pro de acciones efectivas para regular los problemas de cada comunidad y dejar de creer en los discursos de legítimos propietarios, redomados comerciantes y gamonales locales de nuestra sufrida capital. Existe la imperiosa necesidad de reemplazar la palabra Nadie por la de Todos y en ese momento, único e irrepetible, la vida tal y como nos ha correspondido hallará un sentido diferente al de venir a sufrir en un valle de lágrimas y podría ser, transformarse, consolidarse en una vida digna de vivir. Como Dios manda.

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