"Apuntes", José Mongrell Torrent |
Durante el último año Colombia ha sufrido varias olas
invernales que han dejado al país en un estado crítico y casi de postración al
que ya estamos más o menos acostumbrados los colombianos. Bogotá es una ciudad
fría, lluviosa y amarga en estas temporadas; es por eso que los escasos días de
sol son motivo de cambio en el comportamiento del habitante de la hipertrofiada
urbe; los nativos de provincia sacan sus mejores y más vivas prendas que les
permiten imaginar que están un poco más cerca del abandonado terruño de climas
y gentes más amables. Los autóctonos del altiplano sufrimos una descompensación
en nuestro modus vivendi y un súbito contagio de alegría tropical. Claro está
que para el ciudadano de a pie o de Transmilenio, para hacer más angustiante la
cuestión, las jornadas de clima veraniego son una espantosa tortura, máxime si
es viernes en la tarde y se tiene que someter al desplazamiento forzoso de
atravesar la ciudad en un vehículo.
Una tarde de estas en que resistía estoicamente el
embate del astro sol en el campus de la Universidad Nacional de Colombia, la Ciudad
Blanca, que resplandecía como un gran diseño en tiza sobre el casi derretido
asfalto de la capital, tuve el honor de cruzarme con un hombre que compartió
durante cinco años las vivencias y peripecias de la vida universitaria conmigo.
Venía, como es usual en los poetas, absorto en la comprensión e interpretación
de un mundo que casi nadie ve, que casi nadie capta, que casi nadie lee. Lo
atisbé desde la distancia con esos mágicos binoculares que son la memoria, la
gratitud y el afecto: su andar elegante, vivaz y certero, su barba canosa y
profusa que delatan sus largos años al frente de la cátedra de Clásicos, de
Shakespeare, de Thomas Mann o su curso de Formas de la Literatura; con su
eterno morral de cuero terciado a la espalda en donde sin ningún problema lleva
a cuestas un premio nacional de poesía. Tal es la figura del caballero que me
sorprendió al identificarlo a través de la luz enceguecedora de la Bogotá
soleada.
Augusto Pinilla es uno de esos profesores de los
cuales es imposible olvidarse, imposible no tener con él un nexo que desde un
principio rebasa la cualidad de discípulo y maestro, un Poeta en el amplio
sentido de la palabra y en la inabarcable concepción humana de tal oficio. Vinieron
a mí imágenes paganas de tiempos pretéritos cuando él nos instruía en el quehacer
literario, recuerdos como el impresionante recital que dio junto con William
Ospina en una noche de frío criminal a la luz de unas antorchas y el resplandor
de la luna en el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera, el majestuoso vecino de
la Pontificia Universidad Javeriana. Recuerdos de infinitas tertulias en la
mesa de un establecimiento cuya razón social jamás averiguamos, pues era tanto
tienda de barrio como abrevadero de estudiantes, docentes y bohemios de la ronda
del Parque Mariscal Sucre. Recuerdos de su posición política y su enfurecida
lucha contra este sistema que todo lo absorbe, lo mercantiliza y lo despoja de
su verdadera esencia.
Augusto es, en los ámbitos académicos y literarios,
una leyenda, un escritor respetado, admirado por sus estudiantes, pues un
Maestro de sus cualidades es difícil de encontrar en estos medios donde la
soberbia del conocimiento y la megalomanía de los escritores metidos a docentes
acaban con la ilusión y el amor por el arte a cualquier novel letrado. Antes de tener el enorme gusto de tener clase
con él, lo conocí fuera del aula y a pesar de no saber mi nombre, siempre tuvo
tiempo para escuchar mis cuitas y decirme siempre: “Si me permites, te voy a
dar un consejo que tú no me has pedido”.
Ese viernes de calor insoportable, de carnaval en la
Universidad Nacional (porque allí siempre están de carnaval), atravesamos la Plaza
Santander hablando casi a gritos por el murmullo y la algarabía de los
compañeros de la pública, recorrimos el largo corredor que pasa por Derecho,
Sociología, Lingüística, Diseño y Filosofía para desembocar en la calle 26.
Augusto no entraba a la universidad, simplemente la cruzaba para llegar a la
Feria del Libro de Bogotá; como siempre, escuchó casi sin interrumpirme lo que
me había pasado durante los años que habíamos dejado de hablar. En algún
momento me atajó y evocó la sagrada frase, me dispuse entonces a escuchar a
este hombre cuya sabiduría y bondad se le evidencian en la calma de las bien
escogidas palabras, en la profundidad de su mirada y en esa sonrisa
mefistofélica que en lugar de inquietar tranquiliza.
Muy despacio empezó diciéndome que no cayera en la
trampa de la prensa, del ejercicio del periodismo, de la redacción de mentiras,
desinformación y falsos comunicadores: los medios están hechos para exprimir al
consumidor y el capitalismo es un sistema que nos avasalla. De vuelta a las
aulas donde Augusto casi al borde de las lágrimas de indignación nos
adoctrinaba contra el monstruo del sistema, contra el imperio yanqui. Sin
embargo, una charla con el Poeta de Socorro es una cátedra de vida. En algún
momento se detuvo en una esquina y con una mirada grave me dijo: “Mira, en este
país, y probablemente en todo el mundo, al artista se le brindan dos
posibilidades: o se le vitupera y se le somete a todo tipo de trabas y
problemas para que pueda desarrollar su obra, o bien, se le brindan todos los
medios para que destruya la carrera de otros a partir de la venenosa pluma de
la crítica”. Sería descortés de mi parte nombra al par de víboras que suscitaron
tal sentencia, uno de la vieja guardia y el otro de la nueva.
El recorrido no fue corto, ni en las mejores
condiciones, pero las palabras del Buen Viejo cada vez me convencían más de mi
amor por el oficio, de los reales objetivos del artista. Uno debe escribir para
ser leído póstumamente, la labor del escritor debe aspirar a la eternidad,
entendida como la vigencia de la literatura, de la obra no del hombre. No como
la entienden un puñado de elegidos por la prensa y las editoriales que publican
año tras año y su obra termina como pasto de las polillas y para hacer tetra brik luego del proceso de
reciclaje. Y hablamos otro rato, mientras nos acercábamos al gigantesco arco
que señala la entrada de Corferias, recinto de la Filbo 2012. Recordamos un par
de buenos escritores, Pablus Gallinazus y su trágico destino literario sellado
por una decena de tipos que Augusto calificó con palabras de un calibre que no
es el propicio para este medio. Y de Carlos Jaime, el amigo cuya brillante
carrera se vio truncada por una muerte súbita e inexplicable a los 34 años, uno
de esos escritores que jamás soñaron con aparecer en las Lecturas Dominicales
de El Tiempo (que terminaron editándose los sábados), que rehuía de los
recitales, las tertulias y los eventos que parecen marismas por la cantidad de
saurios que las frecuentan. Que murió y dejó una obra para ser leída hoy,
mañana y dentro de muchos años.
Nos despedimos a la sombra del monumento de aluminio,
nos dimos el fraternal abrazo y sonreí durante la siguiente media hora,
mientras llegaba a casa de mi madre. Un rato con Augusto Pinilla es el bálsamo
para cualquier alma atormentada que le pierde la fe a las letras, el Maestro
cuyo consejo es siempre pertinente, siempre bien recibido y, por lo general,
acertado. Con estas sencillas líneas pretendo rendir un sentido homenaje al
hombre, al Maestro, al amigo que considero un ejemplo a seguir en esta ardua,
ingrata, sacrificada carrera de las letras.
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