"Río Bogotá", Roberto Páramo |
Abril lluvias mil reza el ancestral refrán que
acompaña la llegada de esta temporada en Bogotá. También es sabido que en
Semana Santa, así el verano tenga apretado por el gaznate a la población
sabanera, llueve inmisericordemente de miércoles a Domingo de Resurrección. La
sabiduría popular no se equivoca, y es que Bogotá es desde muchos puntos de
vista una zona húmeda. Contrario a los conceptos decimonónicos y rezanderos,
Monserrate no es un volcán. Tales erratas permanecen hasta hoy día, como lo
demostró el popular Pirry, periodista alternativo y osado que no tuvo el menor
reparo en soltar esta perla en History Chanel. Pero sí es cierto, comprobado
científicamente, que buena parte del altiplano cundiboyacense era un gran,
hermoso, profundo mar mediterráneo. Una vez vaciado este mar, quedaron la
sabana y sus cordilleras circundantes salpicadas de enormes y elevadas lagunas
(Tota es la segunda laguna más extensa de América Latina), y la región, donde
ahora se asienta esa gigantesca masa de concreto que es Bogotá, un rico y
prístino sistema de humedales.
La cosmogonía de los mitos muiscas se basa en seres
acuáticos, se escenifica en lagunas: se idolatra a la rana, a la serpiente de
agua. Como en casi todas las mitologías, el pueblo chibcha sufrió una
inundación devastadora que buscaba redimir a la humanidad por haber caído en la
pereza y la desidia. El héroe civilizador fue, entonces, un hombre blanco
venido de ultramar que, tras golpear la roca del Tequendama con su báculo, vació
la sabana anegada y les enseñó a los nativos a cultivar, comerciar y no olvidar
a sus dioses. El ícono por excelencia de la orfebrería de nuestros ancestros es
La balsa muisca, en la que se
representa una ceremonia de ofrenda que, se supone, tenía lugar en las gélidas
aguas de Guatavita. Varios intentos hicieron los hidalgos caballeros que
conquistaron estas tierras por desocupar el espejo de agua; no lograron por
completo drenarla, pero sí dejaron una cicatriz indeleble en el cerro, cientos
de esclavos ahogados y un resquemor en nuestra memoria indígena.
Qué estaba pensando don Gonzalo Jiménez de Quesada
cuando decidió fundar un asentamiento humano en las estribaciones de una
cordillera indómita, de frente a una sabana pantanosa, con un clima de súbitos
cambios y perpetuas llovizna de páramo, es un completo misterio para la
Historia contemporánea. Dícese en algunos textos que le acomodaba su clima
benéfico. La única explicación posible para tal decisión habría de ser el atroz
invierno español en plena miseria de la Corona, y la rica culinaria de los
indígenas, gente limpia y trabajadora que era dada a las frecuentes abluciones.
No así los conquistadores que se cocinaban dentro de las armaduras y la cota de
malla, pero consideraban peligroso para la salud una zambullida en algunos de
los muchos ríos que descendían de los cerros tutelares.
Para el ciudadano de a pie es casi imposible imaginar
que esos caños malsanos que cruzan la ciudad hacia el occidente fueran antaño
las corrientes hídricas que nutrían los distintos humedales donde la fauna,
endémica y migratoria, hallaba el perfecto ecosistema. El río San Francisco, el
Tunjuelo, el Fucha, cuyo nacimiento estaba en lo que ahora es la carrera
Séptima con calle Primera; el caño Albina, afluente del San Cristóbal, ese que
nace allá en los tanques de Vitelma y donde se bañan y lavan ropa los soldados
del batallón de logística. El agua es sagrada desde donde se le quiera mirar y
los muiscas fueron bendecidos por los dioses. Pero la civilización y el
progreso son monstruos que todo lo trasforma o lo elimina. Un caso dramático fue
la canalización subterránea del río San Francisco. El río Vicachá nace en el
cerro de Monserrate y fue el mayor caudal de agua en la ciudad durante las
primeras décadas del asentamiento español. Con la llegada de la comunidad de
los Franciscanos en 1550 el caudal cambió su nombre a San Francisco.
Para comienzos del siglo XX el río estaba convertido
en una zanja pútrida que atravesaba el centro de la ciudad. Aún así, se
siguieron inaugurando puentes como el Santa Fe que vino a ser descubierto un
siglo después cuando, paradójicamente, se construía el eje ambiental, horrorosa
vía, con un pestilente canal en el centro que pretende evocar el correr del
río. Pero como la naturaleza es sabia y el hombre no puede detener las fuerzas
cuando estas se desbocan, a finales de la década del sesenta del siglo pasado
uno de los tradicionales aguaceros bogotanos, junto a una serie de factores
como el taponamiento de la bocatoma de la canalización, hizo que las aguas se
rebasaran, inundando de paso los sótanos y locales de la entonces moderna
avenida Jiménez.
Tendría que extender estas líneas hasta el cansancio
para hacer una semblanza similar con los humedales, Juan Amarillo en Suba,
Córdoba en Pontevedra, y Santa María del Lago en Engativá, por citar aquellos
que han sido objeto de intervención y conservación. Todos estos espejos de agua
siguen albergando distintas especies, siguen oxigenando la ciudad a pesar de la
urbanización pirata, de los desechos industriales, del paso inexorable del ser
humano por este planeta. Las inundaciones que ahora desalojan sufridos
propietarios y arrendatarios de las precarias soluciones de vivienda son lógica
consecuencia de la depredación que ha arrasado las fuentes del vital líquido.
Los aguaceros mismos son un síntoma del desajuste climatológico. La sociedad se
ha enterado tarde de la valía del agua, de la enorme ventaja que tenían los
primitivos habitantes del altiplano al vivir en esta tierra fría y húmeda. El
costo de nuestro descuido lo pagarán nuestros hijos, nuestros nietos, los que
no han nacido.
Excelente como siempre viejo Orlando; muy triste y acertado en cuanto a que, la misma población preferiría destruir los humedales y las pocas reservas naturales que nos quedan, con el objeto de poder construir avenidas y ahorrarse diez minutos de trancón.
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