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"Un paseo en bicicleta", Aída Emart |
Bogotá es un micro universo explayado en 775
kilómetros cuadrados, bordea los diez millones de habitantes y posee los más
insospechados tesoros al interior de sus barrios. Comidas, salones para eventos
(la muerte de las fiestas familiares), mercados populares donde las hortalizas,
las frutas y las carnes están tan frescas que el mercante sale mareado con la
barahúnda de olores. Carreras y calles donde pululan los comercios de
cachivaches, porcelanas, platos, pocillos y ropa de toda marca, índole y
precio. Pero hablo en estas líneas de las cosas que se descubren casi por
casualidad en el vivir en una ciudad de estas dimensiones.
Recorrer las calles de barrios que no tienen por qué
aparecer en las guías turísticas es una experiencia edificante. El bogotano ha
desarrollado un fino instinto que le indica si un determinado sector es
propicio para un recorrido de exploración; por ejemplo, el instinto le dicta al
ciudadano promedio que sectores abandonados de la mano del gobierno, las
instituciones y hasta el clero como Las Cruces, Ciudad Bolívar y grandes
sectores de Suba, no son los mejores territorios para aventurarse a conocer.
Por múltiples razones resulté siendo el conductor
elegido de una bicicleta que entregaban en el taller después de una terapia
intensiva contra el óxido y el abandono en el que había permanecido. Me
invitaron, como parte de pago por mis servicios ciclísticos, a una cafetería en
La Alquería, populoso sector de la entrada al sur de Bogotá en donde se ubican
los mejores talleres y los mejores almacenes de bicicletas y todo lo
relacionado con el ramo. Ahí, perdida en una calle cualquiera está una
cafetería que en ese momento tenía por nombre Biker Museum. Pretencioso para
una panadería cafetería normal, con los roscones duros y el pan francés blando.
Pero el nombre obedecía a una poderosa razón. En una vitrina, al lado de la de
los ponqués de cumpleaños, está el marco de la bicicleta con la que el Belga Eddy
Merkx rompió la marca mundial de la hora en pista en 1972, año glorioso, con
una distancia total recorrida de 49 kilómetros y 431 metros.
Poderoso símbolo para una ciudad que, día por día, le
gana terreno al automotor y al monopolio caníbal de la corporación del
transporte público con la bicicleta. Y es que desde 1974 se han venido gestando
en esta urbe hipertrofiada una serie de políticas respecto al uso de la
bicicleta como elemento recreativo y como forma alternativa de transporte. En
un comienzo la idea de la ciclovía fue una iniciativa por parte de unos cuantos
entusiastas para aprovechar la baja circulación de vehículos por las
principales calles del centro de la ciudad. Las ciclorrutas fueron ya un
invento “moderno” que se implementó entre 1996 y 2007, y completa actualmente
302 kilómetros de asfalto dedicado exclusivamente al tránsito de bicicletas.
Pero no sólo la implementación, las políticas y la
construcción de carriles exclusivos han hecho de la bicicleta un elemento de
arraigo en el bogotano, en el colombiano mismo. Desde 1980 cuando un escuálido
ciclista del más humilde origen se ganó el Tour de l’Avenir, Alfonso Flores
Ortiz, y más atrás cuando Martín Emilio “Cochise” Rodríguez rompió el record
mundial de la hora y no le fue homologado por maledicencias de la gente, el
ciclismo y el culto por la bicicleta se han integrado a la memoria y el sentir
de la ciudad y de la nación. Después
vinieron los rotundos triunfos del equipo Varta, del Café de Colombia, cuando a
don Luis Alberto “Lucho” Herrera y a don Fabio Enrique Parra les dio por
enseñarle a medio mundo cómo era que le tocaba a los campesinos y a los jóvenes
colombianos transportarse por estos Andes indómitos a punta de biela y pedal.
Desde que tengo uso de memoria la salida a los pueblos
aledaños a la capital en cicla es uno de los mejores, y más peligrosos, planes
que hay para un domingo. Pero si no estoy falsificando recuerdos, a mediados de
los años ochenta se dio una verdadera fiebre por conquistar los premios de
montaña criollos; célebres pero no tanto como el famoso Alto de Minas o la
temida y fatal Alto de la Línea, tenebroso pasaje donde muriera hace unos años
un locutor al volcarse su vehículo y acallar sus transmisiones en vivo y en
directo. Entonces, el Alto del Vino, en la vía a Villeta; el kilómetro nueve en
la carretera a La Mesa, pasando por Mondoñedo, chusco pasaje que los hippies
ácidos de Chapinero bautizaron Zabrinsky por una lejana familiaridad con la
película cuya banda sonora de Pink Floyd los mantenía en órbita; y para los más
tímidos, el duro pero posible ascenso al tercer mirador de la carretera que
lleva al pintoresco suburbio de La Calera, se convirtieron en los premios de montaña de la carrera interna
de cada gomoso que se embarcaba en la odisea que es forzar el cuerpo a jornadas
y kilometrajes reservados a deportistas profesionales. O al menos así me
parecía a mí.
Pero como la sabana de Bogotá es un altiplano, las
correrías por los municipios que están a la misma altura sobre el nivel del mar
también fueron escenario de mañanas enteras rodando a una velocidad promedio
constante, desayunando en los piqueteaderos de carretera, regresando a la
ciudad con las alforjas llenas de almojábanas, garuyas, pandebonos de Chía, de
Funza, de Sibaté, de la vuelta a Puente de Piedra. Aventuras y paisajes para contarles
a los nietos, hasta que la impericia, la imprudencia y el irrespeto empezaron a
cobrarse víctimas en las carreteras. Además el ciclismo nacional declinó.
Aunque de un tiempo para acá la bicicleta ha vuelto a
reinar por las calles de la ciudad; y no sólo los domingos y no sólo por las
vías de tránsito exclusivo de bicicletas ni tampoco en pleno día. La gente está
usando la bicicleta para hacer su vida en Bogotá, y resulta que una sociedad
vive casi las 18 horas diarias. Es común ver grandes grupos de estudiantes o de
jóvenes profesionales desplazándose raudos por la carrera séptima en las noches,
los parqueaderos de las universidades están al tope de sus estacionamientos
para este tipo de vehículos, se dan a conocer grupos que promocionan y
facilitan el uso de la maquinita. Para la muestra un botón: la bicicletada
cultural organizada por la Universidad Central que le facilita una bicicleta si
usted no tiene una o no la llevó al centro ese día; los usuarios de la
Biblioteca Luis Ángel Arango tienen un cómodo y seguro sitio de parqueo en el
que ni siquiera necesitan una cadena que garantice la integridad de sus aparatos.
El modelo de bicicleta que se utilice es lo de menos,
así sea la Monareta, el modelo más popular de la marca sueca Monark de los
remotos años setenta, o una BMX idéntica a la que salía en E.T el
extraterrestre, o una semi-profesional como mi fiel Interceptor, o de alta
velocidad como las de los suicidas de mis amigos, velocípedos de cuña fija, es
decir que los frenos dependen de la fuerza en la piernas del piloto, todas son
aparatos funcionales que no contaminan, que contribuyen con el buen estado
físico del ciudadano y que le dan un tono amable a la convivencia en este
manicomio de urbe.
Muy buen artículo felicitaciones, quedo registrado en http://urbanbixi.com
ResponderEliminarMuchas gracias por el enlace, quedo a su disposición y los invito a seguir leyendo.
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