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Escudo de Colombia por Bacteria 3D |
Noviembre se fue disolviendo en medio de la basura que
dejó la celebración del Halloween, en medio del patetismo y la ostentación
controlada del once del mes en cuestión en Cartagena, con sus reinas como
semovientes exhibiendo sus carnes, en medio de la anticipación desmedida e
invasiva de una Navidad en la que el significado religiosos se va a la caneca
de la basura al mismo tiempo que las coletillas de los retiros en efectivo y
las compras a crédito, al mismo tiempo que los caprichos climáticos del
altiplano anegaban y agrietaban el asfalto alternando soles caniculares con
tardes de cielos descuajados en devastadores aguaceros que dejan al
desprevenido transeúnte emparamado y atontado. Y para el último día de
noviembre la vicerrectoría académica de la Universidad Nacional de Colombia
convocó al público en general para un recital del músico boyacense Jorge Velosa
Ruiz, sus Carrangueros y la Orquesta Filarmónica de Bogotá; fiel a sus
caprichos, el clima se presentó benévolo en las primeras horas de la mañana,
pero se tornó torvo y temerario hacia el mediodía y finalmente hacia la una de
la tarde disolvió el concierto con truenos, rayos y centellas. Del mismo modo
en 2003 la Universidad Jorge Tadeo Lozano inauguró la nueva sede de su
biblioteca con un concierto del cereteano Francisco Zumaqué. Y del mismo modo
todo terminó en la estampida de las autoridades civiles, militares y
eclesiásticas, del estudiantado y de los curiosos y entusiastas que habíamos
ido a escuchar en vivo y en directo el “Sí, sí, Colombia/ Sí, sí, Caribe” que
había acompañado tantos goles de la otrora brillante selección Colombia de fútbol.
Pero es que en Bogotá todo lo que se presente al aire libre corre serios
riesgos de lluvia y todo lo que eso conlleva; es como parte de la identidad de
la ciudad, como parte de lo que implica ser bogotano o colombiano.
Tremendo terreno en el que he desembocado luego de
navegar por el océano de los recuerdos, de evocar los conciertos, las marchas,
las movilizaciones en las que he participado por los más diversos motivos, desde
el Festival Iberoamericano de Teatro, desde el cumpleaños de la ciudad hasta
los desfiles del orgullo gay y la Caminata de la Solidaridad por Colombia, todo
eso que empuja a la masa a volcarse por las calles y manifestar abiertamente su
goce o su indignación por algo. Y es que la identidad nacional es de esos
aspectos que el habitante promedio proclama voz en cuello, ronco de pasión y
enrojecido de orgullo patrio, sin acabar de comprender muy bien de qué se trata
la vociferada identidad. De antemano me adelanto a aclarar que lo que entiendo
como identidad nacional es algo distinto y casi desconocido en nuestra
nación. Comencemos con uno de los símbolos
patrios, el sombrero vueltiao, elevado a esta categoría por virtud de un
decreto del congreso fallado en 2004, momentos en que la región oriunda del
artesanal cubrecabezas, se ahogaba en una avalancha de sangre propiciada por la barbarie de los
grupos paramilitares, quienes actuaban con total beneplácito de las autoridades
competentes. Ahora bien, el hecho de esta declaración elimina los demás
sombreros que utilizan los campesinos del resto del país –bastante territorio
por demás– como símbolo de los colombianos. Qué coincidencia que la finca del
dictador que nos gobernaba entonces se ubicara en el departamento donde se
fabrican los dichosos sombreritos y que son de la predilección de nuestro más
pequeño aún Bonaparte. De la misma manera se obvian la mayoría de nuestros ritmos
nacionales; ¿de cuándo acá el vallenato, el más monótono, repetitivo y
degenerado (por obra y gracia de la voracidad comercial) de nuestros aires es
el representante idóneo de nuestro folclor? El Valle de Upar es una hermosa y
fértil pero limitada región de nuestro territorio nacional, donde además
existen muchas más manifestaciones culturales y artesanales que el sombrero de
arriero elevado a categoría de corona y que un raspa-raspa acompañado de unos
gemidos de acordeón que, por lo general, suenan a lo mismo. Volvemos al señor
Velosa Ruiz y su descubrimiento-invento denominado música de carranga. Don
Velosa fue en sus años mozos un avezado estudiante de medicina veterinaria y un
gomoso del folclor, dedicado a difundir los ritmos campesinos del altiplano
cundiboyacense que se extiende desde los rebordes del sur de Cundinamarca hasta
las montañas próximas al vertiginoso cañón del Chicamocha. Tanto va el cántaro
al agua hasta que se rompe, reza el popular adagio, y de esta manera don Jorge
Luis se hizo a unos amigos músicos y empezó a interpretar la música que
acompañaba los jornales de nuestros papicultores, de los ganaderos recios de
lecheros hatos en Ubaté, de los cebolleros de Chocontá, de los ceramistas
raquireños, de los desconocidos carrangueros, propietarios de ruinosos camiones
que cumplen la innoble labor de acarrear los desechos de los mataderos rurales.
De esta manera nació la carranga, hija de la música de carrilera, los ritmos andinos
y el ingenio del hombre del agreste y prístino altiplano. Hace unos tres años
presencié a don Jorge Velosa y sus Carrangueros en la fundación Gilberto Alzate
Avendaños (hermosa casa colonial del barrio La Candelaria, recostada contra los
cerros tutelares) mientras explicaba con paciencia de docente del distrito cómo
había nacido el ritmo y cómo había fusionado la gran mayoría de los aires de
nuestros campos a la carranga, es decir, la rajaleña del Tolima Grande, el
joropo de nuestros Llanos Orientales, las chirimías de las costas, y se vienen
a encontrar las carrangas del altiplano cundiboyacense con las del Nudo de los
Pastos, cuyos más grandes representantes son Los Alegres de Jenoy, grupo casi
centenario guaraposo y festivo que es la delicia de nuestros compatriotas del extremo sur, una
suerte de Buena Vista Social Club de nuestro folclor. Y entonces, me suena la
campanita, se me ilumina el bombillo y pienso, creo, me convenzo de que la
Música de Carranga, así, escrita en
altas y bajas, sí es la verdadera música nacional, contando con que se sigue
dejando por fuera la música ancestral de lo que antiguamente se denominaban los
territorios nacionales, valga decir, la Amazonía y la Orinoquía.
Los medios masivos de comunicación se han encargado de
distorsionar por completo el concepto de identidad nacional. De esta manera
cualquier asomo de socialismo es antipatriótico, como el acérrimo odio al
hermano presidente de la República Bolivariana de Venezuela Hugo Chávez Frías.
La selección Colombia es una figura de idolatría que está por encima del bien y
el mal y que puede jugar con las esperanzas y los sueños de la fanaticada sin
que la Dimayor, la Fifa ni la misma hinchada tome cartas en el asunto. Tenían
que traer a un tipo íntegro como Pekerman para que pusiera a funcionar a ese corral
de bestias que juegan con Radamel Falcao García. Defectos abominables como la
impuntualidad, la pereza y la habilidad para ingeniarse la manera de delinquir
son definidos como el más propio arraigo de la raza, algunos llegan al colmo de
llamar a esta sumatoria de exabruptos como malicia indígena y colarlos como
parte de nuestra identidad. Tan enceguecido está nuestro pueblo con el asunto
que el señor Diomedes Díaz, la voz preclara del vallenato, mató y procuró
desaparecer a una fan de lo más zanahoria y fue liberado después de pagar una
pena irrisoria en medio de la ovación general de sus seguidores.
Pero el colmo de los colmos de la identidad nacional y
el orgullo patrio es el oso antediluviano que hizo Colombia en la corte de La
Haya ante las reclamaciones de Nicaragua sobre el archipiélago de San Andrés y
Providencia. Óiganme bien, peritos, eruditos, estrategas y demás especialistas
que han salido después de la publicitada decisión: geográficamente San Andrés
es de cualquier país centroamericano y no está ni cerquita del golfo de
Morrosquillo, el hito geográfico continental colombiano más próximo a las
islas, si se me permite la figura. Un
amigo mío, muy enterado y al día de los asuntos preguntaba indignado en el
Facebook si era que nos sobraba para andar regalando. Otro que tiene que estar
atento con las orejas bien paradas: sí, sí nos sobra un montón, un resto, diría
el adolescente, de recursos, riquezas y territorios; Colombia es más grande que
algunos países europeos, tiene la tercera mayor biodiversidad del orbe completo
y hasta hace unos años era la segunda potencia hídrica de América Latina… Pero
los nacionales vemos muy poco de esta repleta cornucopia porque los sucesivos
gobiernos, las familias poderosas, las famosas fuerzas oscuras han subastado el
patrimonio de los colombianos a sus espaldas, para citar a un mandatario
regordete y miope que lo único que vio fue el jugoso negocio de la presidencia.
A no ser por el infinito placer que es vacacionar en el archipiélago a nadie en
Colombia le interesa, importa, ni repara ni revira en ningún momento por San
Andrés ni por Santa Catalina, y para qué queremos todo ese montón de mar que,
al final, se lo van a dejar explotar a camaroneras gringas, pesqueros coreanos
y japoneses y exploradores petroleros finlandeses, ingleses, franceses y hasta
alemanes. Nicaragua es un país chiquito, con un monte impenetrable y herederos
de una revolución que se ganó a sangre y fuego. Entre las victorias que cuentan
está el hecho de recuperar su proceso revolucionario después que la derecha se
volviera a trepar al poder, esta vez por la vía democrática y, finalmente este
pedazo de mar al que tienen derecho propio porque su situación es como no poder salir al jardín de la casa
porque le pertenece al vecino de la otra cuadra, casi que del otro barrio.
Entonces caigo en cuenta de otras dos de las características del ser colombiano
que él mismo confunde con identidad nacional: la insolidaridad y el egoísmo
pertinaz que nos han hecho un pueblo que camina muerto en vida. Felices
fiestas.
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