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"Niños callejeros", Diego Silguero |
"A mi ñero llevan pa’l monte"
“Señor Matanza”
Mano Negra
Bogotá, Distrito Capital, mediados de los años
ochenta. En casi cualquier parte de la ciudad retumbaba el sonido alienante y
repetitivo del merengue dominicano, del vallenato, del pop español que habíanse
aliado como un ejército invasor que anulaba la posibilidad de disfrutar otros
ritmos. Los rockeros y los amantes del Caribe salsoso y el jazz nos
refugiábamos en las casetas de música que ocupaban las aceras de la Avenida 19,
hermosa desde la calle Décima hasta la tercera donde moría el comercio formal e
informal a la entrada del Instituto Colombo Americano. No conozco a casi nadie
que no haya intentado aprender el “english” en ese resquicio de colonialismo. Por
esos mismos días en la televisión nacional se encontraban enfrentadas dos
comedias familiares que se transmitían simultáneamente en dos de los tres canales
activos: Don Chinche –a quien
recordamos ya en esta columna– y Lazos
familiares, la plataforma de lanzamiento de un actor ícono de esos años,
Michael J. Fox, quien en la actualidad lucha contra el mal de Parkinson de la
mano de Muhammad Ali.
Lazos
familiares presentaba las
peripecias de una familia promedio estadounidense, con los padres hippies aterrizados y los hijos típicos:
un republicano, una hija bruta y la menor que venía siendo el elemento sensible
y reflexivo, cosas que los gringos no conocen muy bien. Y como en este país la
diferencia de clases es algo que nos aqueja y nos separa entre compatriotas, entonces,
las clases mejor acomodadas se reían a mares con las ocurrencias de J. Fox, con
los anacronismos de los padres hippies
perdidos en la cultura de la década de los ochentas, y la gente del común se
orinaba de la risa con las comedias costumbristas; claro, el nivel de
identificación era absoluto. Para la clase media, esa que no es ni chicha ni
limonada, existía Dejémonos de vainas,
inspirada en la columna Postre de Notas
que aparecía los viernes con el periódico El
Tiempo, dirigida magistralmente por Bernardo Romero Pereiro (q.e.p.d), quien
pudo obrar un verdadero milagro al traducir la columna humorística a la comedia
televisada. Al repasar esta cinta gastada que es la memoria del escritor me
encontré con un chiste que, según palabras de Germán Castro Caycedo, se
convirtió en sentencia para el pueblo colombiano. En la nación del Sagrado
Corazón la gente de la clase privilegiada quiere, aspira, añora ser europeo; la
clase media desea con toda pasión ser, al menos un poquito, norteamericano o
canadiense si no se puede más; y el pueblo raso, la base sobre la que está
levantado todo esto, se muere por ser mexicano, tanto o más charro que el mismo
Chente Fernández. Pero esta abominación no se detiene ahí. Existen subdivisiones
al interior de las distintas raleas y existe una clase de ciudadano que permea
todas las anteriores: el ñero.
Al hacerle un rastreo académico y etimológico a la
palabreja decidí hacerle caso al maestro Samper Pizano (el bueno) y cuan largo
es mi brazo tiré los diccionarios. Antaño en Bogotá existía la figura del
gamín, precursor básico del ñero, y que era en estricto un niño habitante de la
calle. Resultado de las grandes migraciones campesinas, mismas producto de la
violencia generalizada que azota nuestro suelo desde tiempos ancestrales, el
niño gamín abandonaba su casa para escapar del maltrato, del hambre o por
simple curiosidad de conocer la “grande Babilón”. El gamín se agrupaba en
galladas, hordas de muchachitos que sobrevivían refugiados en el número, en la
manda como lobatos en la selva de cemento. Siempre con hambre, la cara sucia y
los pies descalzos, los gamines robaban, se drogaban con marihuana e inhalando
la gasolina de los carros y viajaban colinchados en el parachoques de los buses
urbanos pintados de amarillo lápiz No 2. Existían sitios propiedad de las
galladas; la mencionada Avenida 19 a la altura de la iglesia de San Faςon, por
toda la línea férrea, era una reconocida guarida de gamines y así la
inmortalizó el gran Ciro Durán en la película de 1977 que no podía llevar otro
título: Gamín. Queda claro, entonces,
que el gamín, palabra de origen francés que significa niño ayudante, aprendiz,
es un niño indigente que habita las calles.
El otro gen componente del ñero es el gamberro, para usar
un término que utilizara un periodista del mencionado El Tiempo en su Página del
rock en referencia al cantante norteamericano W. Axl Rose. El gamberro es
un tipo descendiente del arrabal, con poca educación, con mala actitud, vicioso,
degenerado y hasta peligroso; vándalo es otro de los términos asociados con
este espécimen. El gamberro ha logrado escaños en la sociedad y en el arte, no
es sino darle una empujadita en retro a la memoria y nos encontramos con el
joven, bello Marlon Brando encarnando un motociclista pandillero que no deja ni
un solo vidrio entero a donde llega. El salvaje, de 1953, dirigida por Lazlo
Benedek, puso al gamberro y a su poderío de grosería y agresividad en el
panorama cultural. Lo común del gamín y del gamberro es que crean toda una subcultura
propia, desarrollan jerga, estética, formas de relacionarse. Así en un cosmos
aparte como son las gigantescas urbes latinoamericanas, nace la figura del
ñero, una tipología diferente que se amalgama con las preexistentes, y por eso
ñero se considera desde un recolector de material reciclable hasta el hijo de
un mafioso o de un político corrupto que, muy a pesar de haber estudiando en
algún colegio de la Uncoli, es un ñero.
Hacer un análisis social del ñero me haría acreedor de
una serie infinita de recriminaciones, rechazo generalizado por parte de los
compañeros militantes e ideólogos y, fijo, amenazas por parte de gente que no
entendería ni remotamente que al hablar aquí del sujeto en cuestión estoy
reconociendo una parte integral de nuestra sociedad. Sin embargo, existe un rasgo
común al ñero, al gamberro y a los primos bastardos de una pirámide social que
se asquea de sí misma: la chabacanería. Y es que ser ramplón parece ser conditio sine qua non en la naturaleza
del ñero. Itero la separata Espectadores
2000, que reconocía en esta figura social una serie de características que
veinte años después se mantienen intactas. Vayamos a la forma de vestir del
ñero; podría tildarse de llamativa, zapatos tenis de colores chillones de marcas
famosas, chaquetas pseudodeportivas o de cuerina, olores varios de los perfumes
de las novias o en el mejor de los casos la detestable, dulzona y alcoholizada
Dorsay de Ebel. Pero si de características se trata, la jerga es tal vez una
de las cosas más curiosas que utiliza este grupo social. Tendientes siempre a
hablar al revés, como en casi todas las jergas, existen términos como la lleca,
el trocen y, oh sorpresa, descubrí que la palabra tombo –policía para los menos
familiarizados– viene de botón, que es como se conoce al polocho en lunfardo.
La capacidad de asociación del ñero es algo que merece mayor atención por parte
de la sociolingüística; por ejemplo un estudiante que tuve hace un par de años
me dio la mejor razón etimológica para la palabra gladiador: “pues, profe, ¿no
ve que es el que lo pone a chupar gladiolo?”
Y así las características del ñero, su particular
forma de hablar, de vestir, su gusto ramplón, grosero y desmesurado, me hace
cuestionar el estado de nuestra cultura, de nuestra identidad, porque está
claro que el ñero ha derivado en la comunidad gangsta, de ghetto norteamericana,
y se ha estigmatizado y segregado a sí mismo. Es divertidísimo señalar la
diferencia, es comiquísimo para unos cómo hablan los otros, pero ¿alguien se ha
detenido a pensar en lo inocuo de criticar y señalar una forma de hablar cuando
el problema de fondo es la falta de presencia del estado en nuestras ciudades, en
nuestros barrios; la falta de educación, de orientación desde la familia misma
que sólo ve televisión y copia modelos traficados desde otras latitudes?
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