Óleo de Jorge Velarde |
La Universidad Nacional de Colombia es una de las más
prestigiosas instituciones de educación superior; a pesar de no haber aprobado
su examen de admisión pude hacer dos cursos libres, uno de los cuales fue faro
guía en mi posterior carrera de Literatura en la Pontificia Universidad
Javeriana. El otro me dejó una melodramática historia de amor que muy pronto
pienso vender a un canal regional para que la convierta en culebrón de media
tarde. Por esta (la primera) y muchas otras razones es que con orgullo y
desbordada alegría recibí la noticia del ingreso de mi hijo unigénito a la
mayor universidad pública del país. Hace unos días fue la semana de inducción y
el último acordamos vernos a la salida
de sus actividades. Como es usual, tomé un taxi por el corredor Norte-Quito-Sur
y llegando al mencionado lugar algo me hizo trasladarme a los tempranos años de
la década de los noventa. Había un montón, un chorro, un continuo fluir de
muchachitos ataviados de acuerdo a la parafernalia de cuanto grupo, género,
subgénero y movimiento contracultural existe.
Por allá en 1992 la movida eran los bares alternativos
y en las tiendas de discos ya tenían en su surtido toda la vanguardia del
sonido rock. Nirvana cabalgaba a la cabeza de la última gran revolución del
rock que se ha visto; de cerca lo seguía Pearl Jam y de ahí en adelante sería
dispendioso e inútil hacer una lista de las bandas que hacían que los juiciosos
jóvenes de los colegios católicos terminaran desportillándose la crisma en
antros como el mítico Transilavania o Vértigo (Campo Elías), bautizado así en “honor” al individuo que protagonizó la
infame masacre en el restaurante Pozzeto, un 4 de diciembre de 1986. Desde 1990
las importaciones fueron liberadas y el neoliberalismo nos atiborró de
productos, muchos de los cuales nunca hemos necesitado. Entre otras cosas entraron la música, las publicaciones especializadas y la moda; la ropa importada, los
modelos MTV, los programas de radio con entrevistas y los canales de la
televisión por antena parabólica saturaban la mente de los adolescentes
colombianos. Hasta entonces todo el rock que la censura no aprobara era
considerado música marginal; por ende, el hard tecno, el industrial, el metal
en todas sus densidades y pesos, el hip-hop (entonces rap), el punk y hasta el
reggae eran cosas de unos cuantos excéntricos dispersos. Pero entrando los
noventa la cosa empezó a cambiar.
Gracias a una serie de eventos y decisiones políticas,
en medio de un cambio de violencia, una generación de jóvenes procuró, alentó
un cambio de constitución, empezó el clima de tolerancia que todavía hoy lucha
por ser el ambiente de la ciudad y creó movimientos que desembocaron en la
creación de eventos como Rock al Parque. Se me vienen a la mente un par de
músicos con ánimo de hacer negocio: Andrea Echeverri y Héctor Buitrago, este
último copropietario del ya mencionado Transilvania. Antes tenían uno que se llamaba
Astrolabio, y antes Bar Barbarie, posterior Barbie… Años locos de bárbaras
naciones. Claro, como en toda historia no todo era color de rosa; justo por
esos años se fortalecieron los grupos de neonazis, surgieron los REA, los
S.H.A.R.P., todos calvos como huevos duros y con una ideología revuelta,
contradictoria y, sobre todo, cargada de violencia.
Para 1990 una separata del periódico El Espectador, Espectadores 2000, clasificaba cuatro grupos básicos en la juventud
bogotana, a saber: el gomelo, el ñero, el punk y el metalero; cuatro grupos
básicos de los que se desprendieron el resto, más aún, existe toda la
hibridación que uno se pueda imaginar, desde el punk tipo Rodrigo D. que
pretende hacerse a una batería construida por él mismo, hasta el que tiene encima
dos millones de pesos entre la ropa y el peinado, especialmente diseñados para
el concierto de Narcosis en el barrio Policarpa. El metalero del sur que no
escucha otra cosa que total brutal death metal, Medellín, Colombia, Papá! O el
que en mitad de su farra trashera pasa a Pastor López. Hace varios años trabajé
en Ramones, un bar que no era de punk a pesar de su nombre, pero allá iban a
templar los crestudos; allá vi a un reconocido personaje del ámbito underground azotando baldosa al ritmo de
“Cali Pachanguero”, del Grupo Niche.
Veinte años después sigo pensando en que asisto a un
momento histórico cada vez que veo a los jóvenes, cada vez más jóvenes, que
invaden los campus a principios de semestre. Vienen absortos en esa etapa feliz
en que cada uno quiere ser diferente y por eso mismo es que se agrupan con un
montón de muchachitos y muchachitas que hablan igual, se visten igual, escuchan
la misma música y se comunican en una jerga que nadie mayor de veinticinco años
comprende. Sigo apoyándolos desde mis letras, desde el dato inopinado que les
comparto cuando los encuentro despistados en exposiciones y conciertos, con sus
marchas por causas que parecían perdidas hasta que se pararon en la raya en
contra de la Ley 30… Me gustan los estudiantes –proclamaba Violeta Parra –, me
gusta su rebeldía, su flojera para algunas cosas y el permanente cansancio que
manifiestan ante las cosas de los adultos.
Espero y tengo fe en que sigan inquietos por siempre,
que no se sigan comiendo el mismo calentado de ideologías y poca visión de la
realidad, que se den cuenta de que la miseria está a la vuelta de la esquina,
que no se dejen convencer de que la única forma de hacer revolución son las
vías de hecho, que entiendan que el sistema no es más grande que la voluntad de
los pueblos…
Me gustan los estudiantes
porque son la levadura
del pan que saldrá del horno
con toda su sabrosura
para la boca del pobre
que come con amargura.
Caramba y zamba la cosa
¡viva la literatura!
(“Me gustan los estudiantes”, Violeta Parra)
Por alguna extraña razón quise hablar de tribus y
sonidos urbanos con nombre de tango y terminé en son de protesta.
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