"Mujer con una rosa", Pierre-Auguste Renoir |
Repasando el álbum de fotos y recuerdos me estrellé
con una coletilla de una exposición que, diez años atrás, me permitiera
disfrutar de una experiencia de la cual me siento orgulloso y privilegiado: tener
el placer de ver una pintura impresionista. La Colección Rau fue una de las
exposiciones temporales más exitosas de comienzos de la década pasada, con una
asistencia que superó el millar de personas; yo fui una de esas personas, pero
fui el último día y padecí las enormes filas que le daban la vuelta a la
manzana cultural que en esa época iba como en semilla germinal…
Entre tanto cachivache y memoria entelarañada, también
encontré el libro editado por Panamericana de los grabados de Francisco de Goya
y una semblanza del catalán Joan Miró, que conformaban una exposición simultánea,
por allá en 1998, en el ahora conocido como Mambo. Otra de esas exposiciones
que hacen las delicias de cualquier aficionado al arte: los grabados de Goya
son de un descarnado realismo, donde se plasman los horrores y consecuencias de
la guerra, la muerte del torero en la plaza y los vicios y excesos de la España
de la época; de Miró recuerdo el desconcierto y la estupefacción de encontrarse
con una pintura diferente, con un mundo
colorido, casi infantil, donde la luz, el negro y los bisos de color absorben
la mente, los sentidos.
El destino ha querido
que una entrada casi clandestina me permita conocer el dichoso teatro; sin
embargo, los costos son exorbitantes, la entrada más barata le permite al
asistente imaginarse el espectáculo desde el nido de cuervo del recinto. La más
ostentosa cuesta casi un sueldo mínimo. De esta manera no vamos a poder ver
masas, si no cultas, al menos enteradas; el analfabetismo funcional seguirá
rampante por las personas medianamente educadas; los politiqueros seguirán
jugando con las ilusiones de la gente y seguirán vendiendo el modelo neoliberal
de economía mixta en donde lo que menos importa es que la gente piense, lea,
crea, cree…
Obras
maestras de la pintura europea. Colección Rau, convocó cerca de 130 000 personas según los datos que aparecen en la
internet. No me cabe la menor duda. Durante los dos meses y medio que
permaneció expuesta, las personas hicieron con paciencia filas desde las siete
de la mañana hasta las cinco de la tarde, hora en que muchos tenían que
desistir de la exposición y pensar en volver temprano al día siguiente. Diez
años pasan volando y hay pocas cosas que dejan una impronta definitiva como lo
hizo esta colección en la memoria reciente de Bogotá. La empresa privada tuvo
una nutrida participación, los cuatro grandes grupos económicos contribuyeron a
nombre de, al menos, dos de sus empresas de cada uno. Pero, como me suele
suceder, lo que más me llamó la atención en su momento y que recuerdo con mayor
persistencia fue la gran cantidad de personas que, democráticamente, asistieron
a ver la Colección Rau. Desde la
marchanta con el delantal de lujo y la cadena humana de nietos que desfilaron
orondos y felices hasta la carcajada por cada una de las salas, hasta el
estudiante de la Universidad de las Andes en espectacular fuga durante uno de
los agujeros negros que plagan los horarios de las instituciones privadas,
visitaron la casa de la moneda, y puedo asegurar que la satisfacción fue plena
para cada uno de ellos.
La exposición de Goya y Miró fue cuatro años antes, en
los delirantes días de la universidad, cuando en la carrera de Literatura era
prerrequisito cursar historia del arte
y el curso se gastaba viendo las exposiciones temporales en los museos de
Bogotá. Regresé dos veces más, investigué por mi cuenta, disfruté a fondo cada
uno de los grabados, cada una de las impresiones, cada espacio del museo del que,
a medida que me perdía entre las líneas y las formas, se desvanecían los muros:
la exposición perdía su marco, porque en ella se olvidaba el encierro de un
museo. Goya regresó años después y a algún bromista le dio por sacarse uno de
los grabados a darle una vuelta por la Candelaria; otras obras de Joan Miró han
pasado por nuestra capital varias veces, pero ninguna de estas exhibiciones ha
quedado grabada con tanta insistencia en la memoria capitalina como la del año noventa
y ocho del siglo pasado.
Catorce años desde Goya y Miró y diez desde Rau me dan
para pensar en una cosa: ¿por qué las grandes exposiciones no han vuelto a ser cosa
de masas? Warhol en la Fundación
Gilberto Alzate Avendaño causó revuelo, más de un neófito salió con el estómago
revuelto de Bodies, la exposición de
esculturas concebidas a partir de cuerpos humanos y animales disecados del
alemán Roy Glover, pero pocas han generado una convocatoria como la que
lograron estas ya clásicas exposiciones. Nos queda entonces recurrir a los
artistas locales y a la exposiciones de las universidades para tomarle el pulso
al arte y a los jóvenes artistas. Me
quedé frío cuando quise ver la exposición de los egresados de mi alma mater, y es que resulta que está en
el sitio menos indicado para mostrar las cosas de aquí.
En 2010 fue inaugurado el Centro Cultural Biblioteca
Pública Julio Mario Santo Domingo, un mega-complejo cultural con todos los
juguetes, como se dice popularmente. Pensé entonces en la cantidad de cosas a
las que el ciudadano de a pie iba a tener acceso al tratarse de una entidad en
la que aparecían las palabras “biblioteca pública”, pero en realidad hay varios
factores que hacen de este centro cultural un templo de la elitización de la
cultura: está ubicado al extremo norte de una ciudad cuyas dimensiones hacen
que, fácilmente, un ciudadano no pueda imaginar que existe el otro extremo, lo
que implica eventualmente mayores costos de transporte y sin duda una
considerable inversión de tiempo para la movilización; y lo que mejor tiene el
complejo son sus teatros, donde se presentan grandes espectáculos del mundo
entero a precios de los más grandes espectáculos del mundo entero. Así no hay
manera de popularizar la cultura, no hay manera de que la gente del común vea
un montaje teatral. Exposiciones como Rau o Goya ya no van a frecuentar más el
centro ni tendrán los precios casi populares que ofrecen la Biblioteca Luis
Ángel Arango o la Fundación Gilberto Alzate.
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