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"Kurt Cobain", Mathías Izquierdo |
Un agradecimiento a Bohumil Hrabal por el préstamo de
este título.
Por más de tres semanas me di a la tarea de recorrer
los sectores preferidos de ésta, mi amada, desvencijada y sonora ciudad. Desde
la Biblioteca Luis Ángel Arango hasta la Pontificia Universidad Javeriana y
descendiendo luego por la diagonal 42, como quien va en busca de un sosiego,
rematando con celeridad en la Universidad Nacional de Colombia, se me fueron
varios días de esas semanas inciertas, confusas. El verano se suspendió un
miércoles en la noche del recién llegado octubre y las puertas del cielo
vaciaron toda su capacidad de anegación en un torrente que hasta el sol de hoy
no ha parado sino lo suficiente para no morir ahogados o por la inevitable aparición
de un virus que en otra parte del mundo sería motivo para que los hospitales
entraran en alerta amarilla y que aquí el sistema de salud controla y extermina
con ibuprofeno y agua de panela caliente. Todo parece indicar que con el fin de
los días soleados de seis a seis, el paso raudo de la semana de receso y el
regreso de los meses con días festivos, se regularon las situaciones y la
necesidad de escribir. La caminata, la bicicleta y las gafas de sol fueron los
actores que entraron en huelga una vez regresó todo a la normalidad. Cabe
anotar que las jornadas de reflexión y caminata son largas, extenuantes y no
muy reconfortantes teniendo en cuenta el estado actual de la ciudad, de la sociedad.
Me encontré con las marchas de los muchachos de las universidades públicas, del
Servicio Nacional de Aprendizaje, del sector judicial y del aniversario del
impune asesinato de Jaime Pardo Leal, quien cayó víctima del exterminio
paramilitar que aniquiló con saña el partido político Unión Patriótica,
propuesta de varios actores del conflicto, el cual contaba con la participación
de desmovilizados del ELN, del movimiento de autodefensa obrera y el apoyo de
las FARC y el EPL.
Pero si hubo algo preocupante en mi continuo deambular
por la ciudad fue la impresionante contaminación auditiva a pesar de la conveniente
peatonalización de la calle Real del Comercio y su continuo, la carrera
Séptima, hasta la calle 22, con un eficiente servicio de bicicletas para
recorrer la once calles; a pesar de encontrar al menos cinco puntos de medición
del ruido, los decibeles en esta ciudad son insalubres. Por paradójico que
parezca mi única escapatoria fue mi dispositivo personal, artillería pesada
contra los enormes y destructivos obuses de reggaetón que atacaban sin
misericordia los transportes públicos, incluso el monopolio que no regula a la ralea
que ingresa con dispositivos de amplificación; cargas de profundidad de
vallenato de la nueva ola y granadas de fragmentación cuya metralla consiste en
estridentes, desafinados y prohibidos corridos que parecen tratar de demoler la
ciudad pues al parecer han reemplazado al tradicional payaso para promocionar
restaurantes, almacenes de zapatos, de ropa, de discos –ah no, esos no porque
la ley se los prohíbe–, en fin. Una caminata por cualquier calle comercial de
esta ciudad lo deja a uno al tanto del hit
parade de los géneros ya mencionados. Volvamos al transporte público y al
parque automotor en general: parece que el gobierno controla la emisión de
gases pero no de ruido, es un problema que debería ser atendido con premura. Ni
ahondemos en la contaminación generada por el auge de la construcción y ¡oh,
paradoja! el desastre de la adaptación al sistema masivo de transporte en las
avenidas 26 y décima.
Ante este panorama los audífonos fueron la única
opción. Si voy a ensordecer que al menos sea escuchando algo que me gusta, y a
mí me gusta el rock, en todas sus variedades, en todos sus colores y matices,
con positivos y negativos, con su historia pletórica como la de todas las
músicas pero profusamente difundida por los medios de comunicación, exagerada y
distorsionada, escrita y contada cada vez que el género se siente agotado; y
este muchacho nació cansado, rebelde y con un grave complejo de Peter Pan.
Mucho se discute de cuándo y dónde nació el rock; todo
el despelote se inicia, como es bien sabido, con la revolución musical posguerra
por allá a mediados de los cincuenta con un feliz encuentro entre la música
blanca, country, hillbilly, etcétera, con los ritmos negros R&B, antes
llamada música racial, góspel y blues. De ahí nació el rock and roll,
endemoniado sonido que llegó para fundamentar todo un movimiento contracultural
que, aún hoy en día, sacude, cuestiona y ataca el sistema decadente del
capitalismo y que al mismo tiempo explora en lo más recóndito del ser humano,
sus interacciones y su yo interior. Aún teniendo un intenso sabor a
autodestrucción, el rock en sí se niega a morir y ha derivado en una cantidad
significativa de estilos y hasta modas que son parte importantísima de la
historia moderna. El rock, como tal, se lo inventaron The Beatles, el inmortal
cuarteto inglés que dio bases sólidas y sonidos definitivos para el género como
lo conocemos. Eso me dice mi señora, beatlómana declarada y una mujer con
conocimientos de causa. Por otra parte, Rock
& Pop. La historia completa, documentada y ágil compilación de las dos historias
dirigida por Michael Heatley dice: “De hecho, John Lennon y sus compañeros
Beatles enseñaron el camino al puñado de intérpretes que efectuaron una exitosa
transición del pop al rock. Entre ellos los Rolling Stones, los Yardbirds y los
Who, quienes ya en sus orígenes tenían una sensibilidad rock más agresiva”.
Mi relación con el rock clásico nace en los primeros
años ochenta cuando a través del radio conmemorativo del mundial de fútbol en
España que me regalara mi padrino (un señor que no veo hace 25 años) encontré
una emisora que pasaba música en inglés, la recordada Radio Tequendama. Mis
primeras aproximaciones son “Starway to heaven”, la canción rock más sonada
diariamente en el planeta, “Another brick on the wall”, ariete promocional de esta
obra-concepto de Pink Floyd y “Bohemian rhapsody”, la magnánima canción escrita
por Freddy Mercury para A nigth at the
opera de 1975; con esas tres canciones a los once años, los adultos me
hacía sentir mal porque decía que me gustaba el ró. Cuando la adolescencia me asaltó sin previo aviso se fundó en
Bogotá el mercado de San Alejo, mítico lugar de comercio informal mejor
conocido como El Mercado de las Pulgas. La música siempre ha sido uno de los
fuertes de este bazar criollo, tradicional y plagado de historias y anécdotas.
Pero eso es harina de otro costal. Existía un sello alternativo y evasor que se
dedicó a gravar en casetes TDK, la mejor fidelidad, la mayor duración, toda la
música de todos los géneros, casi sin excepciones; su logo era una suerte de
ska-boy de pie, con la pierna izquierda
cruzada sobre la recta derecha, apoyado en un codo contra una pared y con un
maletín a su lado, eran los de Secret Sound Studio. En varios de sus puestos –ya
que el Mercado se instalaba a lo largo de la carrera Tercera desde la avenida 19
hasta que la primera languidecía y moría en su encuentro con la calle 26; su
extensión permitía verdaderas franquicias de artesanos, anticuarios y reproductores
de música, afiches y acetatos del sello Morgan Records– empecé una modesta
colección de música de rock con todo lo que había a disposición en ese momento.
Como mis conocimientos eran limitados, busqué una fuente para beber
conocimiento sobre esta nueva onda que surcaba el panorama. Mi respuesta fue Javeriana Estéreo y sus Clásicos del Rock, donde me fueron
reveladas bandas de la talla de B-52, Sonic Youth, estrellas imperecederas como
Sting después de The Police, David Bowie y su camaleónica capacidad de
mantenerse fresco y a la vanguardia, Iggy Pop, The Sex Pistols, The Ramones. Mi
dispersión me obligó a anotar las bandas,
las canciones y las formaciones en un cuaderno grapado de cubierta color
cartón; cuando vi un casete de Metallica pregunté con la candidez que da la
ignorancia si se trataba de una banda o de un género aparte. Igual era 1988,
era apenas mi tercera incursión en San Alejo, pasé un oso más bien pigmeo para
la época. Cuando unos tantos años después vi a los escandinavos Apocalyptica
haciendo temblar el Parque Simón Bolívar y sus ciento y pico de miles de
asistentes con “Fight fire with fire” arrancando la presentación, asomóse una
espesa lágrima de nostalgia.
Agonizaron los ochenta y vinieron los mismísimos demonios
arrancados del arrabal angelino, los gamberros mal hablados de los Gun´s and
Roses, un 30 de noviembre de 1992, un concierto al que fallé por mi sagrado
deber con la patria y con el Batallón de Policía Militar No 15
Cacique Bacatá. Una vez recuperado del fatal golpe entré a una refinada
universidad extramuros y conocí el famoso y nunca bien ponderado rock
alternativo y sus más delirantes hibridaciones y experimentaciones que
despuntaron a comienzos de los noventa así fueran grabados años atrás;
explotaron The Cure, The Replacements, Bauhaus, REM, y claro, el rock en
español que venía con fuerza y reventó con interés inusitado. En Bogotá abrieron
los bares alternativos y ese tema ya se tocó en esta columna, fue un completo
carnaval que duró años. El fenómeno grunge apareció, revolucionó y se murió.
Existen sobrevivientes al cataclismo como Pearl Jam y su eterno fluir.
Esa fue la última convulsión en la historia del rock a
mi manera de ver. En los estertores del siglo XX algunas bandas que se movían
en la delgada frontera del rock y el metal, ese subgénero que se aleja cada día
más de sus orígenes y se llena de prótesis elaboradas a partir de otras música,
de conceptos oscuros y decadentistas, rescataron la fuerza del rock
manifestándose con temas políticos y sicológicos capaces de levantar la moral
de un yonqui irredimible. Para citar un ejemplo, System of a Down, a pesar de
la mofa de antiguos colegas de excesiva vanguardia o anquilosada ortodoxia roquera.
Del presente siglo es poco lo que he querido saber; por una parte la música es
infinita y su exploración demanda tiempo, dedicación y disciplina, por otra,
las nuevas propuestas me saben a papel reciclado, a sonidos repetitivos
monótonos y uniformados lustro tras lustro, pues parece que, aparte de los
consagrados y consabidos, ninguna banda
soporta más de cinco o siete años de creatividad y gloria. La radio también
sufre de contaminación constante y se le manifiesta en las mañanas, cuando ni
las emisoras universitarias se salvan de los locutores desinformados y de una programación
de payola en donde los grandes sacrificados son el rock y el caminante de la
ciudad.
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