Paisaje urbano con espátula |
Lo mejor es empezar por el principio: el sueño de toda
mi vida ha sido contar con unos amigos que tengan la férrea voluntad de hacer
música. Para ser honesto, una básica pero talentosa y descollante banda de rock
and roll. Pero tal anhelo es algo exagerado teniendo en cuenta que mis amigos
músicos tomaron, hace rato ya, sus caminos y no les va nada mal; cuento entre
mis compañeros de lides universitarias con uno que pasa por estrella local del
sampleo y el hardcore digital valiéndose de su poderoso mugido gutural. Otro
hizo una fulgurante carrera de fusionista latino en su breve paso por París. Y,
el más entrañable, es un exitoso músico científico en Berlín. Entre otras cosas
este último fue productor y músico en mi primer proyecto
lúdico-poético-musical: Consejo de anciano,
producido en 14 delirantes jornadas que competían con mi diario profesional,
por allá en los estertores del siglo XX y los albores del XXI. Como dato
curioso en esa época mi labor consistía en trascribir textos de literatura
clásica para convertirlos en un guión a ser leído por un locutor profesional y
destinados a ser escuchados por personas con poquísimas aptitudes de lector en
un dispositivo fonográfico, valga el arcaísmo.
Por otra parte, desde hace unos meses viene circulando
el apelativo de música urbana para referirse a una serie de adefesios como el detestable,
monótono, insoportable y babosa herencia vigesimonónica denominado reggaetón,
amén de los sancochos que se inventaron los niños músicos colombianos al
encontrar tamaño tesoro sonoro en las raíces de la patria y mezclarlo con lo
que ellos, pobrecitos, se criaron, es decir, al son de Technotronics, Guns´n´roses , la
explosión del rock en español y el advenimiento del éxtasis y el after-party.
En lo personal, tengo entendido que existen cuatro géneros urbanos tanto por su
resultado concreto como por su plataforma de lanzamiento: el jazz, el rock, la
salsa y el tango, aunque no puedo desconocer la relevancia del hip-hop, que
viene siendo el hijo desconocido de la ciudad y sus problemáticas, ritmo que
cuenta con una nutrida y excelente representación dados los gruesos cinturones
de miseria que nos rodean. Lo demás es un refajo mal logrado, copia,
repetición. Claro que a la hora de hacer fusión existen verdaderos maestros que
incorporan como en una delicada pócima mágica los aires propios y las músicas
venidas de ultramar como es el caso de los expertos conocidos como Colombita.
La primera vez que se me propuso grabar un disco fue a
partir de mi poesía con poderes plenipotenciarios sobre los géneros, sonidos y
efectos que iban a acompañar mis versos, claro, leídos en mi propia voz (aquí
un respiro para el ego inflado). Hoy que otros dos hermanos en el etílico y el
conocimiento me ofrecen de nuevo la oportunidad de entrar al estudio, el reto
me parece doble. Arranquemos con el ínfimo detalle de que ni antes, ahora ni
nunca he escrito para musicalizar; mi rima es una afrenta a los letristas
consagrados; mis líneas están pensadas para ser leídas mientras se escucha la
soledad nocturna de un domingo previo al festivo. Empero, en esto soy
irreductible, la melodía que acompaña mi poesía es la música que suena en la
urbe y, de cuando en cuando, el sonido que ella produce como cualquier ser
vivo.
Entonces, ¿cuál es el sonido que podría acompañar mí
poesía? La respuesta viene siendo más bien sencilla: todas las buenas músicas,
las que ya nombré, las contadas excepciones de otros sub géneros, pues eso es
lo que nos da la categoría de cosmopolita, el universo está resumido en lo
urbano, en las grietas de las calles, en el smog que nos acostumbramos a
respirar.
Yo sé lo que quiero decir en mis poemas, estoy
completamente seguro de los ritmos que acompañarían su lectura sin que las
notas disolvieran las palabras. Consejo
de anciano fueron una serie de melodías compuestas para dar una suerte de
atmósfera a una colección de poemas medianamente logrados en cuanto a su
temática, marca de estilo y musicalidad. Pero quiero intentar algo nuevo en mi
corta experiencia con la escala. Mi propuesta para este nuevo proyecto es la de
lograr, en primer lugar, un sonido propio de un grupo de amigos con inquietudes
artísticas y estéticas y, en segundo lugar, escribir poesía a partir de esta
experimentación; reunir las vivencias, las observaciones de la urbe, los
sonidos y las imágenes literarias para concretar un registro sonoro original,
auténtico, de alta calidad. Estoy en mi derecho, soñar no cuesta nada.
Surge, en mi fuero interno, una nueva inquietud. ¿Qué
hay cuando una persona se detiene a observar la ciudad? Ya he iterado en el
hecho de una aparente ceguera por parte del bogotano dado su hacinamiento tanto
en calles como en vehículos y aún dentro de su propio lugar de habitación.
Pareciera también que a las administraciones y a los medios les interesa
dirigir la atención de la gente a ciertos polos y, en esa medida, más de media
ciudad queda fuera de foco. Desde la inauguración del monstruoso Teatro Mayor
los demás escenarios de la capital han perdido vigencia como una estrella
convertida a enana blanca hasta su inminente desaparición, hasta que el agujero
negro de las políticas mixtas se trague todo vestigio de cultura popular. Mi
condición de marginal se ve reforzada cada vez que asisto al teatro al aire
libre de la Media Torta, por lo general a espectáculos igualmente anotados al
margen de las programaciones del distrito; desfilan por mi memoria una serie de
estrellas de la canción que brillaron en este escenario como resultado de una
ley que obligaba a los artistas extranjeros a presentarse gratis en un
escenario popular. Eso ya es historia patria, diría mi madre afligida ante una
época que ya no va a volver. Como soy de un origen obreril y sencillo mi
memoria evoca dos artistas en esta concha acústica tajada a cincel y macetón en
la cordillera: Leo Dan, el argentino que se volvió ranchero, y Alicia Juarez,
que mis padres me obligaron a ver nuevamente a los pocos días en la plaza de
toros de La Santamaría.
No sé si todo tiempo pasado fue mejor o si siempre
vendrán tiempos mejores. Pero no puedo evitar que asome un dejo de rabia e
impotencia cuando pienso en los parques mecánicos que sostenía la
administración pública, eso sí con austeridad y estoicismo. La mayoría de ellos
fueron consumidos por la herrumbre y la desidia administrativa; el del Parque
Nacional fue desmantelado a mediados de los años setenta del siglo anterior y
sus laderas se convirtieron en trampas mortales para las mujeres solas y en
punto de encuentro para amores furtivos y prohibidos. El del Salitre
privatizado, el de Timiza condenado al olvido, a desaparecer de la memoria
colectiva. Y así, tenemos que agradecer que se sostengan el parque Simón
Bolivar, del que no se construyó sino una pequeña porción del proyecto original
por cuenta de un problema de desembolso
de recursos; que hayan recuperado el del Tunal, así se vea como un oasis
malogrado en medio de la tundra; que una empresa voraz e inhumana como cierta
caja de compensación mantenga podadito el jardín más grande de la ciudad, el
parque de Ciudad Montes. Hay una excepción en medio de este oscuro panorama, el
Parque Metropolitano del Sur, sobria obra de recuperación del espacio público y
saneamiento ambiental, al sur de la ciudad, un sector que parece ser
desconocido por la otra mitad de sus habitantes.
Observar la ciudad implica muchas más cosas de las que
el ciudadano común se detiene a pensar. La ciudad es un ente vivo, una
estética, un paradigma de la humanidad. El asentamiento humano cambió las leyes
naturales dándole un nuevo sentido a la expresión “la ley del más fuerte”; en
el caso colombiano la urbe fue, es y seguirá siendo, el destino de los miles de
refugiados que a diario huyen de sus campos a veces siquiera sin saber por qué.
Una ciudad como Bogotá adquiere unos rasgos culturales tan complejos como la
forma de hablar de sus habitantes, su culinaria y, en últimas, su música. Es
por eso que al abordar una propuesta artística se hace necesario detenerse a
observar, a pensar, a analizar el paisaje de nuestra ciudad, las caras lindas
de mi gente bella, las industrias, le juego de la jungla del dinero, despegarse
un poco, ver los toros desde la barrera y volver.
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