"Armonía en rojo", Henri Emile Benoit Mattise |
Una semana de trabajo y estudio en Bogotá significa
que el ciudadano se debe armar de paciencia; una buena provisión de ropa para
distintos climas, que pueden ser tres en una misma tarde; y dinero y valor para
treparse en los buses articulados en donde se verá sometido a todo tipo de
vejámenes, toqueteos e intentos continuados de robo, chalequeo y roces con los
demás indignados que se transportan en los dichosos buses. El centro de la
ciudad es un infierno en vida, roto, desvencijado, víctima de una titánica lucha
entre la recuperación de la zona histórica y el avance apabullante de la
modernidad. Para poder ir a la Biblioteca Luis Ángel Arango y después hacer
cualquier diligencia de banco, el habitante de la ciudad debe disponer de,
mínimo, dos horas; saltar cráteres que parecen impactos meteóricos y para
enfrentar tal odisea necesita alimentarse, bien y barato. He aquí una guía
práctica para que el sufrido ciudadano coma rico y no se quiebre en el intento.
Si el individuo cuenta con algunos pesos extra puede
adentrarse en uno de los restaurantes más grandes, en tradición y sabor, con
que cuenta la capital de este sufrido país del Sagrado Corazón: La Puerta Falsa.
Fundada hace más de doscientos años, hizo las delicias de más de un chapetón
realista y sigue siendo un punto obligado de parejas de universitarios,
senadores, representantes y toda suerte de animalejos que componen nuestra
folklórica sociedad. El tamal con chocolate es el fuerte de este diminuto
local, que ha sobrevivido a una guerra de revolución, a un bogotazo y a un
incendio en la década pasada. Una serie de colaciones, almojábanas, cocadas,
mantecadas y la muy colombiana aguapanela complementan el menú. Recomendadísimo
para darle sabor a las conquistas amorosas, para agasajar a la abuela o simplemente
para cumplir un rito de la más pura cepa bogotana, tomar onces.
Pero si el asunto es de hambre y falta de tiempo puede
salir a la calle cuarta, a dos cuadras de la BLAA y empacarse, por módico par
de dólares, un caldo de pescado que le hubiera dado vida a Lázaro en el caso de
que Jesucristo estuviese demasiado ocupado en realizar milagros y espantar el
demonio como cualquier Piedad Córdoba. Atendido por unos afrodescendientes
afables y eficientes, en Delicias del Pacífico el caldo viene con arroz,
patacón y, de nuevo al ataque, un vaso helado de aguapanela con limón,
refrescante bebida conocida en otras regiones del país como zurumba; la
palabreja adquiere especial encanto pronunciada por un habitante del Tolima Grande,
como el difunto Hernando Casanova cuando interpretaba a Eutimio Pastrana
Polanía.
Existen sitios casi míticos para la comida rápida que
en esta urbe resulta más peligrosa para las personas con riesgo de accidente
cardiovascular que McDonald’s o Burger King. Empanadas de la 19 es un local que
lleva cerca de 30 años engordando a los oficinistas, mensajeros y empleados de
oficios varios del sector. Gigantescos pasteles de yuca, repletos de arroz,
carne y medio huevo cocido que asoma amenazante al primer mordisco. El ají de
este puesto supera con creces a cualquier salsa picante empacada y
homogeneizada; no importa que 150 personas hayan metido la cucharita que, seguro,
también lleva allí lustros: sin el ají el pastel es una comida absolutamente
plana. No importa el acoso de los indigentes que esperan las sobras, ni de los
perros callejeros que confían en la gravedad como su mejor aliada en la
consecución de un sabroso bocado, no importan los miles de vehículos, ni el humo:
el pastel de la 19 acompañado de una fría y tóxica bebida de cola es el mejor
paliativo para los malestares de la resaca.
Pero si hay un competidor en precios y calidad en el
campo de las hamburguesa, perros calientes, salchipapas y pinchos (brochetas
diría el chirriado cachaco) es Los Vecinitos, agradecidos propietarios de un
sitio que ha salvado de la inanición a los estudiantes de las universidades
Jorge Tadeo Lozano, Central, Distrital, Republicana y otras tantas
instituciones de bueno, regular y pésimo prestigio. El trato amable de este par
de sexagenarios con su enorme clientela es, tal vez, el ingrediente secreto que
hace de esta charcutería un sitio predilecto de los transeúntes del centro para
acabar con el hambre y los antojos.
Sin embargo, en la variedad está el placer y no sólo
de comida rápida viven el hombre, la mujer y los infantes. Si de salir un
domingo a darle un gustico a la prole, la costilla y la suegra se trata, no hay
como ir a La Cucharita Colombiana, enorme galpón donde el tamaño de los platos
es directamente proporcional al área del local; el ajiaco santafereño, la
frijolada, la tabla mixta de carnes, cada elección podría perfectamente alimentar
a un piquete de obreros de construcción y alcanzaría para llevarle el bocadito
a la mascota. Tan amplio y variado es el restaurante que tiene una pizzería
incorporada; magnífica opción, sobre todo para los artesanos y zánganos que
pululan entra las calles 19 y 26 y que, por lo general, viven con un estrecho
margen de dinero destinado a alcohol, materia prima, la pieza y, eventualmente,
comer.
A la vuelta de La Cucharita Colombiana están las
panaderías San Isidro y El Cometa, tradicionales sitios para tomar café con pan
blandito y encargar los pasteles de cumpleaños y bautizos del barrio Las Cruces,
con una gran variedad de sabores y combinaciones de todo producto basado en la
harina. Y sobre la carrera séptima está La Florida, exclusivo sitio donde se
sirve el mejor chocolate de Colombia, fabricado especialmente para el salón de
onces por la Fábrica Nacional de Chocolates, el mejor pan francés y unas largas
tiras de queso cuya calidad los hace merecedores de estas líneas. Barato,
barato, no es; pero este placer, como dice la publicidad, no tiene precio.
No es posible hacer una real catalogación de todos los
sitios que bien se pueden tildar de templos de la gula, de la garosería (chusca
palabra, intraducible por demás); sitios que, según la costumbre, son
frecuentados por maridos infieles para asegurarse la consumación de, al menos,
dos pecados capitales. Pero he tratado aquí de hacer un recorrido por estos
locales que me han salvado en más de una ocasión del hambre, de la soledad y de
la locura.
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