"El Grito", Edvard Munch |
Cuando uno ama lo hace de manera incondicional, y
puede que no acepte defectos ni errores, ni perversiones ni fallas en el objeto
amado. Al menos, se adapta a ellos, los incorpora a su vida y no es extraño que
termine hallándoles un irresistible encanto. Eso, exactamente, es lo que me
pasa con Bogotá. La amo, aún y con todas sus falencias. Lo que me preocupa es
que se me está volviendo un amor enfermizo.
Por practicidad, gusto y resistencia, todos los días
recorro, mínimo, seis kilómetros en mi fiel velocípedo, extraña máquina ésta
que debe estar bordeando los treinta años de existencia y, contando con todo
eso, logra helarme los nervios cuando descendemos por la avenida 39 alcanzando
los cuarenta kilómetros por hora. Suicida. He dado en bautizarla The Interceptor;
Mel Gibson moriría de risa; mis colegas de la posmodernidad y el ciberpunk me
tildan de atrevido. Igual, pobre aparato. No existen quinientos metros lineales
de asfalto en mínimas condiciones de rodamiento, ni siquiera en óptimas condiciones
climatológicas ni de tráfico automotor. El asfalto está destrozado, la calle es
un desastre.
Algún gobierno distrital, de eso de finales del XX,
dio por convertir los caños de la ciudad en ricos espacios para el ejercicio
físico y la convivencia ciudadana. Aparecieron, entonces, las famosas alamedas
de los caños del Arzobispo, del Fucha, del Tunjuelo y otros tantos.
Frecuentemente remonto la alameda del otrora río San Cristóbal y todas estas
mañanas me sorprende un espectáculo diferente: un fluido fluorescente corriente
abajo, las bandadas de gallinazos temperando a la cancerígena luz del amanecer
y, en el peor de los casos, un inflamado cuerpo, una víctima de la inseguridad,
de las venganzas o de los puentes a medio construir.
Me inclino a pensar que Chaparro Madiedo más que un
gran escritor de narrativa urbana era, en realidad, un visionario, puesto que
imaginaba una Bogotá con mar, playa y malecón, y así más o menos quedó después de
dos inmisericordes temporadas invernales seguidas una tras otra. Se le ocurrió,
además a este hombre lleno de humor, una ciudad arrasada, destruida, insomne y
amnésica, luego de un desastre nuclear… Situación muy parecida a la atmósfera
que crearon y pretenden mantener los primos Nule y Samuelito y secuaces.
Estoy casi seguro de que el programa de cuadrantes y
de llenar durante las doce horas de sol las calles principales de los barrios
populares con cientos de auxiliares y múltiples piquetes de intendentes y
subintendentes lo único que va a incrementar son nuevos recovecos donde la
delincuencia anide y extienda sus territorios de operación. Invito al lector a
adentrarse en las calles interiores de populosos sectores como Kennedy, Bosa,
Puente Aranda, Chapinero “el bajo”, a ver si las fuerzas y la política son tan
efectivas.
A veces siento que mi capital se derrumba inexorable,
irreversiblemente. Pero cada día me convenzo más de que el destino de este
inmenso parche de cemento en el que habitamos está en nuestras manos, en
nuestro sentido de pertenencia, de autoconservación; en nuestra noción de
propiedad y en la incorruptibilidad de nuestras almas libres. Merecemos la
Bogotá que soñamos, no la pesadilla que estamos viviendo.
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