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"Fundación de Bogotá", Pedro Quijano. |
No tengo certeza de cómo se
vivieron los días de entre siglos anteriores al mío, pero puedo asegurar que a
la impresión que me dejan estas jornadas, no les puede corresponder un adjetivo
menor a vertiginosas. Antes de poder
reaccionar habían pasado los primeros diez años de la nueva centuria y en un
respiro se volaron la línea otras dos vueltas al sol. Los más de los días
ocurren los más sorprendentes acontecimientos, fenómenos naturales,
revoluciones, dictaduras, avances tecnológicos, corruptelas imperiales,
invasiones bárbaras y tragedias cotidianas como el homicidio de un niño de seis
años a manos de su madre alcoholizada, marginada y enloquecida por su propia
miseria. Muy pronto se cumplieron los centésimos aniversarios de varios
inventos y marcas que rigen la vida normal del ciudadano corriente, y a lo
largo de ese turbulento siglo se re organizó el mundo y la vida se transformó,
gracias a la tecnología y los medios masivos de comunicación, dos de las
primeras plagas que han de asolar la humanidad hasta que esta recupere su
consciencia y su deber consigo misma. En realidad, siento el cambio de siglo
cuando pienso en las teorías apocalípticas que invaden a la humanidad, en las
dos ocasiones que la civilización ha pasado de las centenas a los milenios, en
el fin de las artes, todas recicladas y reinventadas a partir del agotamiento
mismo de los temas que perfilaron los griegos en la génesis de los conceptos de
arte, cultura y conocimiento; en la constante inversión de valores en donde,
por ejemplo, matarse de hambre y exponerse constantemente a infecciones y
mutilaciones es usual para expresar no sé qué inconformidad con los entornos,
llámense estos sociales, económicos o “culturales”. De convivencia, me
atrevería a diagnosticar.
Despierto todas las mañanas
aterrado con la gruesa capa gris que matiza el firmamento de nuestras mañanas bogotanas como un rímel
corrido, la pintura desdibujada de una mujer que ha pasado una noche de abusos
y maltratos. Las ojeras de la tristeza y el abandono. Se siente la incomodidad
en el ambiente cuando se le propone al habitante que, por X o Y motivo, visite
otros sectores; simplemente para él son un universo diferente. Como en la mayoría
de las metrópolis, existen seres que desconocen por completo la existencia de
la ciudad más allá de determinadas coordenadas y la situación de quienes allí
moran. El concepto de mejor o peor a ninguno importa, se ignora, no se concibe
la existencia del otro.
Las paranoias se disparan y cada
tanto a los estudiosos, esotéricos, místicos y desocupados les da por anunciar
un nuevo fin del mundo que termina siendo motivo de juergas, bacanales,
arrepentimientos y recaídas una vez la fecha profetizada pasa rauda como otro
día más de la semana en que no se hizo
nada, mijo. En resumen, vivir en una urbe hipertrofiada a comienzos de
siglo, en pleno cambio de milenio, es una situación que atenta contra el
bienestar del ciudadano promedio, máximo cuando este se encuentra arrinconado,
acosado contar la espada y la pared, valga decir, entre el sistema y los medios
masivos de comunicación que lo coartan y casi que obligan a creer en una
fantasía utópica que le promete la continua felicidad instantánea de las
posesiones materiales. El panorama no podría ser más pesimista, las huelgas de
víctimas no atendidas por las instituciones que deberían por principio
protegerlas, el continuo saqueo del erario, las bandas emergentes apoderándose
de territorios que antes dominaban grupos de una bien definida línea política
que nunca reclutó menores, nunca utilizó
la violencia sexual como arma de guerra y que, en la más humanitaria de las
medidas, arrojaba los cadáveres de opositores políticos, simpatizantes del
bando contrario o renegados campesinos que negábanse tercamente a regalar sus
tierras, ajusticiados a la usanza de la ejecución militar, al rio Atrato para
que las autoridades competentes de los municipios no influidos pudieran darles
cristiana sepultura. La tan publicitada inseguridad de la capital y los
ingentes esfuerzos de un alcalde bien intencionado pero atado de manos en el
consejo, maniatado por las empresas de servicios públicos y, otra vez,
calumniado y atacado por la prensa en total oposición a cualquiera de las
propuestas hechas.
Me quedo pensando, reflexionando,
meditando, en el sentido de cada una de estas palabras, no utilizadas como
sinónimos sino atendiendo al real significado de cada una de ellas y llego a la
conclusión de que lo peor sería rendirse anta la tremenda avalancha de retos
que tiene la capital. Desde el más humilde de sus habitantes hasta el cachaco
de más rancio abolengo, emparentado con conquistadores y con la realeza
chibcha, debemos emprender una cruzada por la rehabilitación de Bogotá como la
capital de nuestra nación, como la Atenas sudamericana y como una de las
ciudades con mayor potencial cultural, artístico y social de este lado del
hemisferio. Varios son las problemáticas que aquejan a nuestra urbe en estos
momentos de coyuntura, depredación y angustia. Sin embrago, aún siendo
dificultades superables, la corruptela generalizada sigue carcomiendo las
instituciones y logrando lo que las guerrillas marxistas-leninistas no han
logrado en 70 años de lucha armada: deteriorar el estado colombiano, socavar
las bases sociales y destruir el sistema. Pero nadie propone el reconstruir, el
restaurar, el levantarse para mirar adelante y conquistar el futuro. Nadie.
Queda pues en nuestras manos
organizarnos, luchar contra las prácticas inmorales como el soborno y los
favores políticos, así se escape la única oportunidad de comer lechona y tomar
cerveza gratis cada dos años. Queda dejar de creerle a J. Mario Valencia y
suspender la asistencia a espectáculos en el teatro J. Mario Santodomingo,
imperturbable templo de la cultura a salvo de las infectas masas. Queda apoyar
las bibliotecas públicas y asistir a sus programas de promoción de lectura, de
escritura creativa, de cine, de danza. Queda reorganizar las juntas barriales
en pro de acciones efectivas para regular los problemas de cada comunidad y
dejar de creer en los discursos de legítimos propietarios, redomados
comerciantes y gamonales locales de nuestra sufrida capital. Existe la
imperiosa necesidad de reemplazar la palabra Nadie por la de Todos y en ese
momento, único e irrepetible, la vida tal y como nos ha correspondido hallará
un sentido diferente al de venir a sufrir en un valle de lágrimas y podría ser,
transformarse, consolidarse en una vida digna de vivir. Como Dios manda.
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