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"Homenaje a la Feria de las Flores en Santa Helena", Antonio Rivas |
Las primeras semanas de la ya
tradicional rutina de empezar un nuevo año se diluyen, se funden, mejor, con el
remate de las fiestas católicas, de los carnavales paganos, de los primeros
festivales de rock (que convocan más a turistas que a propios), con el ruido de
la temporada escolar de la gran cadena de almacenes que monopoliza el comercio
en nuestro desdichado país; y se siguen disolviendo. Los días empiezan a
devorar el sueño, la energía, las intenciones y los sueños de la gente que centra
sus ilusiones en el nuevo almanaque que apenas comienza a deshojar y que ya ha
enterrado los sin sabores de ese maldito
año pasado que casi no se acaba ¡Carajo! No queda más remedio, entonces,
que rememorar esas experiencias casi místicas, revitalizadoras y siempre
bienvenidas que son los paseos de vacaciones.
Desde temprana edad, mis padres,
abnegados trabajadores de jornadas diarias de 16 horas, bajos sueldos,
refriegas sindicales y obedientes ciudadanos que acataban el estado de sitio y
sus medidas extremas, como el Estatuto de
seguridad, por allá a mediados de los años setenta del siglo XX, me
inculcaron firmemente el sagrado deber de sacar a la familia a tierra caliente
o, al menos, al campo del altiplano cada seis meses. O por lo menos cada tanto
que el hijo menor de la cochada pudiera recordarlo. Cundinamarca es un
departamento prístino, rural, variado y amable, cuyos municipios en su gran
mayoría, si no la totalidad de ellos (no he podido conocer por completo tal territorio),
tiene los más diversos atractivos para que el viajero de temporada halle un
motivo con el cual maravillar sus
sentidos, descansar y compartir tiempo con su familia, cosa que la modernidad y
la premura de la vida en las ciudades hace, cada vez, más extraño a los
habitantes de los conglomerados. En mi débil memoria, cuestión de los años ya,
se afincan los ritos de planeación, logística y desplazamiento a los destinos
de mi querido departamento, la emoción previa a la salida, los inconvenientes de
última hora, las vicisitudes de la carretera y el impresionante olor de la
campiña o del asentamiento humano que aún no está invadido de industria.
El tiempo pasa, las familias
cambian, uno crece y los destinos varían de acuerdo a las expectativas y momentos
de la vida en los que el individuo se encuentre. Para mediados de los años
noventa, cuando los campos más atractivos del país se estaban regando con la
sangre y el desarraigo de miles de compatriotas, a los habitantes de esta urbe
confusa y confundida que es Bogotá no nos quedó más opción que agotar sin compasión
los cercanos remansos de paz y los terruños de los compañeros de provincia,
quienes ofrecían sus casas a los condiscípulos con plenitud de garantías. Con
verdadero fervor, los estudiantes, los
artesanos, los bohemios, hasta los integrantes de las más aguerridas barras de
los equipos de fútbol locales, regionales y hasta barriales, de la mano de la Ley
Emiliani, llegaron en verdaderas hordas a extinguir los suministros de cuanto
granero, carnicería, miscelánea y/o licorera de las cabeceras municipales, veredales
y corregimentales se encontraran en el camino; armados siempre de carpas,
aislantes, cocinetas de todos los combustibles descubiertos por el hombre,
radios AM/FM, bolsas de dormir, música en vivo, almacenada, improvisada o
simple bochinche de borracho, descubrieron y devastaron los cercanos puntos de
vacación.
Nunca volví, a la fecha, a visitar la sagrada laguna de Guatavita, el
ceremonial lugar donde la pseudo-historia ubica el ritual que, en parte, dio
origen a la epidemia de avaricia que el mundo occidental conoce como la leyenda
de El Dorado. Nunca regresé pues, por lógica deducción, supe que los naturales
repudiaban con ahínco a los turistas que habían hecho del antaño ceremonial lugar,
del reciente hogaño apacible campiña ganadera, un burdel de campamentos ante
los cuales Woodsotock hubiese sido una inocente barbacoa de los primigenios
niños exploradores. Y así, varios lugares de excepcional belleza y
espiritualidad se transformaron en epicentros de telúrica lujuria, avaricia y
envidia que los devastaron y los ubican, ahora, como sitios en el mapa para pasar el rato, según dicho de la
retrógrada jerga de la actual capital. Villa de Leyva, por citar un ejemplo, se pierde
en medio de un afán irracional de sus mandatarios y “legítimos habitantes” por
incrementar los ingresos del municipio propiciando festivales y carnavales
cuyas consecuencias son dignas de un profundo estudio sociológico encaminado a
demostrar cómo se deterioran las comunidades rurales con arraigo cultural pero débiles ellas ante la
embestida de la globalización, como cualquier especie nativa ante la invasión
de otra especie invasora, agresiva y depredadora. Sin oposición posible. Y mal haría yo en hallar culpables
en una situación coyuntural que es el resultado de una sumatoria de vectores,
para utilizar un término que quedó flotando del léxico del colegio.
Desde hace
un tiempo he viajado, dadas múltiples razones, por lo extenso de la geografía nacional.
A pesar de haber retardado 17 años mi contacto con las costas del territorio
nacional, un día me di a las dos costas, y sentí las heladas aguas de la bahía
de Taganga, la fuerte corriente de San Andrés de Tumaco, vi el tardío ocaso de
las ínsulas caribeñas y me refugié del alevoso invierno bogotano en las laderas
de Villeta y en las riveras del agonizante río Bogotá, a la altura de Tocaima,
punto de referencia de Panches y Pijaos, canicular clima que permite la crianza
de babillas en cualquier jardín doméstico.
Por azares del destino regresé a
una tierra que apenas si conocí en mis lejanos años de adolescencia. Por los
mismos azares que durante diez años o más dejé de hablar con el tipo que me conoce
como la palma misma de su mano, pues esa marca que le surca el índice, el
corazón y el anular se la propicié yo cuando, jugando a la guerra de Nicaragua
que bombardeaba los hogares de América latina tres veces por día, gracias a los
noticieros y las recién inventadas microondas, le gané una posición a los
sandinistas y él me aventó una granada de fragmentación que resultó siendo una
afilada guadua con una puntilla en el extremo que le floreara los dedos, a los
once años. Y por esa misma fuerza que obliga a los dados a dar doble uno cuando
se necesita doble seis, mi amigo se halló ennoviado con una paisa y recién la
Navidad del 2012 me invitó a esperar los reyes magos en la Bella Villa. No
arrisqué sino hasta el 31, pero qué vaina el paseo. Se dio que nos acompañara
mi hijo, redomado y estoico estudiante de sociología; como si tal condición
llevara como adicional el silencio, empacó sus haberes, no sin haber
manifestado con suficiente anterioridad que eran sus “únicas pertenencias”, pues
hallábase “exiliado del materno hogar”. Apenas si vislumbró el valle de Aburrá
desde la entrada de la autopista Bogotá-Medellín, entrando desde el sur del
casco metropolitano, se fascinó con el descubrimiento de otra ciudad grande,
plagada de automóviles desde la madrugada misma, con la amabilidad de sus
gentes que te respetan porque sí, porque ajá, porque a la capital le falta eso. Y la ciudad de la eterna primavera
nos recibió con una pertinaz llovizna otoñal que nos hizo sentir retrotraídos
por un momento al altiplano cundiboyacense.
Medellín merece mucho más que estas
líneas, por su disposición geopolítica,
su sistema de transporte, su idiosincrasia que es un ícono reconocible en los
más recónditos puntos del orbe, el paisa, el arriero que es capaz de alquilar
camellos en un ignoto punto del África sahariana. El cantadito en el habla que
nos delata como coterráneos. La hospitalidad que parece heredada de los
antiguos griegos, así como su tenacidad. Pasé por Medellín hace algunos años,
pero esta vez, esta Navidad, yendo por los alumbrados, paseando por Wall
Street, encontrando el Eslabón Prendido después de haber estado en la
exposición de Darwin en el Parque Explora y después de tomar el fresco en el
Parque del Periodista, baluarte de la bohemia medellinense, no puedo menos que
quitarme el sombrero ante tremenda ciudad. Problemas los tenemos todos, en
especial, las metrópolis. No se salva Medellín de tener oscuros sectores donde
la prostitución y el microtráfico pululan, los combos se sienten en las noches,
acelerando sus motocicletas de manera suicida por las empinadas calles de Manrique
o de la comuna 13, sector que fue campo de batalla hace un par de años; se ven
indigentes durmiendo en los parques, pero la ciudad está en franca recuperación
a mi parecer, no vi la invasión de perros callejeros que veo en Bogotá,
famélicos, apestados de sarna. Después de tantos años, vi una fulgurante urbe,
organizada, limpia y segura. Si bien es cierto que hay sectores poco
recomendables para el turista, hay que reconocer que el pánico generalizado que
vive el bogotano cuando transita por la carrera décima con calle diecinueve no
se siente en la avenida de La Playa con Junín. No hay la represión preventiva
que de cotidiano veo contra los jóvenes en nuestra capital. Para no alargar el
cuento, fui feliz en la capital de la montaña, departí con sus gentes en bares
donde la gente me recibió cálida y no me hizo gestos de desaprobación porque
tan sólo ordené un café y una cerveza. Volveré y recomiendo el destino, no por
nada es conocida como la ciudad de la eterna primavera.
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