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"Nevado del Tolima", Giovanni Ferroni |
Escribir es uno de los oficios más solitarios y de mayor dificultad. No es una decisión fácil, no se tiene mayor apoyo por parte de familiares y amigos, no es un trabajo que redunde en grandes ganancias –excepto que se meta uno a trabajar en la alienación y produzca telenovelas–, y en sí es una ocupación ingrata. El primer obstáculo al que se enfrenta un escribiente es el inconmensurable espacio vacío de la pantalla o la hoja en blanco, el abismo insondable de la ausencia de un tema, de una trama; el trabajo de parto intelectual que es articular un personaje, darle un aspecto, una identidad, una personalidad verosímil, consume energía, demanda paciencia, se gastan miles de horas nalga, para utilizar una expresión de un historiador español divertidísimo que conocí en un nefasto seminario de esos abiertos a todo público y donde sólo entran especialistas a acicalarse el ego unos a otros. Y es esta cuestión del ego, en estricto, uno de los mayores enemigos de la escritura. Todas las personas consideran que pueden o deben escribir, que son buenos escritores. Pero, señores y señoras, escribir demanda tanto estudio, disciplina y constancia como la que requiere un tenor para llegar a la Scala de Milán. Las letras son un talento que sólo se desarrolla con el pertinaz ejercicio de la lectura y de la memoria. Por ahí dicen que la imaginación es la loca de la casa, pero para el escritor es su niña consentida, y hay que ver lo que se logra cuando la loca y la memoria se van de juerga y se clavan sin temor en un texto. Los recuerdos son un detonador poderoso que muchas veces se activa con la casualidad de una canción que suena en el radio de un taxi que cruza la ciudad a la madrugada.
La semana anterior regresaba del barrio Cedritos de
agasajar a unos colegas que no veía desde que eran unos imberbes recién
egresados de la facultad; cerca ya de mi casa sonó en el aparato am/fm una
canción popular: “Se va la lancha”. Recordé entonces que mi padre, el maestro Alba, contaba que en el sur
del Tolima se cantaba esa canción en los velorios de los niños. A pesar de no
haber dormido en más de 24 horas, haber bogado y comido generosamente toda la
noche, a pesar del silencio sepulcral que ambienta los domingos en la mañana en
un conjunto residencial cerrado, me fue imposible conciliar el sueño. Por mi
mente empezaron a desfilar todos los recuerdos que tengo asociados con la
región otrora conocida como el Tolima Grande.
Soy el hijo único de un señor que en sí mismo
representa buena parte de la historia del siglo XX. Víctima durante su infancia
del periodo conocido como la Violencia, cruento episodio de nuestra historia
que diezmó la población campesina entre 1948 y 1953 como consecuencia de la
confrontación partidista y el asesinato del líder Jorge Eliécer Gaitán, una vez
desplazado fue a templar en Cali, por la misma época en que un convoy militar
cargado de dinamita estalló en el Batallón Codazzi borrando ocho manzanas y
despachando de repente 1300 almas entre civiles y militares. Allá aprendió algo
de la recién llegada salsa, pero no a bailarla; después de eso regresó al
Tolima, a ejercer el oficio que lo ha mantenido a flote casi toda la vida, la construcción. Él
y mi difunto tío construyeron, literal no financieramente, las instalaciones de
la empresa Expreso Bolivariano, que funcionara hasta la inauguración de la
moderna terminal de transportes de Ibagué. Ya grande se trasladó a Bogotá, se
casó y me crió de la mejor manera que pudo. Cuando cumplí diez años y me
convertí en un buen estudiante vago, mi padre se echó al hombro la misión de
hacerme conocer la tierra de mis ancestros, el Tolima Grande.
Buena parte de mi infancia me la pasé viajando a
través de los departamentos del Tolima y del Huila, aunque en realidad los
paseos se concentraban en el sur del primero y el norte del segundo. Cuando
llegué a la Universidad Javeriana uno de mis mejores compañeros provenía del
magno municipio de Rovira, y otra gran compañera de lides venía de Garzón, un
remanso de paz, un pueblo de arreboles y gentes afables y dispuestas. Mis
apegos a la tierra se vieron renovados cuando estos dos personajes me invitaron
a conocer sus respectivas casas paternas.
La provincia del Tolima Grande comprende un agreste y
rico territorio donde ahora están establecidos los departamentos de Tolima,
Huila, parte del Caquetá y Caldas. Como está enmarcado en el valle del
Magdalena, entre las cordilleras Oriental y Central, la provincia cuenta con
todos los pisos térmicos y con tierras fértiles y pletóricas de recursos
mineros. Sus picos nevados superiores a los cinco mil metros hacen del paisaje
tolimense un espectáculo único; desde los cerros bogotanos era posible
contemplar alineados los nevados de Santa Isabel, Tolima y Huila en los días
despejados, pero ahora la contaminación ha convertido este cuadro en algo
surreal, en puro material literario. Me contaba el maestro Alba una mañana
gélida en que los picos eran visibles desde el cerro de Guadalupe, donde entre
otras cosas agradecíamos el poder terminar sin tropiezos la ampliación de
nuestra casa, sobre la infidelidad de un cacique con la mujer de un aliado suyo
y el fruto de su pecado. Los dioses viendo la falta y el dolor del agraviado
decidieron convertir en montañas nevadas a los infractores y a su hijo para que
expiaran sus culpas por toda la eternidad. Las historias de mi padre darían
para un parque conmemorativo como el que se encuentra en El Espinal, donde esculturas
alegóricas rinden homenaje a una parte del patrimonio inmaterial de la región, que
es además la casa de otro patrimonio intangible: la lechona tolimense.
Habría que explicarles a los turistas extranjeros, diga usted un flemático mochilero londinense, qué es una lechona tolimense. Las guías como Lonely Planet la describen como el plato excesivo por excelencia: un cerdo relleno con su propia carne, arroz y arveja. Al servir el plato se le acompaña de su propio cuero tostado, una arepa sin sal e insulso, una especie de natilla de maíz que hace el contraste con el sabor del cochinillo y su sazón. Pero si el comensal resulta ser un agrio yankee del tipo Anthony Bourdain existe el tamal, que es un plato que casi toda América Latina conoce. En Venezuela y el nororiente de Colombia se conoce como hayaca, pero la representación nacional la tiene el tamal de la provincia del Tolima Grande. La mejor muestra está en las casas de los tolimenses o los huilenses en las épocas de fiestas, llámense Navidades o Patronales de San Pedro y San Juan, donde la gente se vuelca a las calles y el carnaval pagano se toma las celebraciones que eran en un comienzo religiosas.
Habría que explicarles a los turistas extranjeros, diga usted un flemático mochilero londinense, qué es una lechona tolimense. Las guías como Lonely Planet la describen como el plato excesivo por excelencia: un cerdo relleno con su propia carne, arroz y arveja. Al servir el plato se le acompaña de su propio cuero tostado, una arepa sin sal e insulso, una especie de natilla de maíz que hace el contraste con el sabor del cochinillo y su sazón. Pero si el comensal resulta ser un agrio yankee del tipo Anthony Bourdain existe el tamal, que es un plato que casi toda América Latina conoce. En Venezuela y el nororiente de Colombia se conoce como hayaca, pero la representación nacional la tiene el tamal de la provincia del Tolima Grande. La mejor muestra está en las casas de los tolimenses o los huilenses en las épocas de fiestas, llámense Navidades o Patronales de San Pedro y San Juan, donde la gente se vuelca a las calles y el carnaval pagano se toma las celebraciones que eran en un comienzo religiosas.
Este planeta está lleno de vida y de paisajes
impresionantes. En Colombia y su zona andina, especialmente en la región
de la que estamos hablando, las cosas se perciben de manera diferente. A pesar
de los problemas de orden público, del desgreño administrativo, de la
naturaleza misma que los ha golpeado sin clemencia, el Tolima y el Huila son el
hogar de una gente amable, trabajadora, denodada en sus labores agrícolas,
pecuarias, mineras o comerciales. Los sitios turísticos reciben a los viajantes
como a familiares que han regresado de una larga y penosa ausencia. San Agustín,
en el sur del Huila, ofrece las ruinas de una civilización que sigue siendo una
incógnita en la historia precolombina; la capital del Tolima, Ibagué, es la
ciudad musical de Colombia gracias a su conservatorio y su fuerte arraigo
folclórico; sólo en una región como esta puede el viajero pasar de un desierto
canicular a un paisaje nevado en cuestión de unas cuantas horas, con todo lo
que una jornada de este tipo pueda implicar: un café cerrero, un almuerzo con carne
seca al sol, sentirse hijo adoptivo de una tierra fértil como ninguna.
Para completar esta semblanza de la tierra que albergó
a mis ancestros hay que hacer un recorrido por algunos de los personajes que
han hecho de la raza descendiente de los pijaos el orgulloso pueblo que es.
Comencemos por los escritores Álvaro Mutis y William Ospina, cuyas letras son verdaderas joyas de la literatura nacional; sigamos con las músicas,
los ritmos y los intérpretes que le ponen la piel de gallina a los compatriotas
en la lejanía como el bunde, la guabina, la rajaleña y mis queridísimos
Garzón y Collazos, Silva y Villalba y el maestro de maestros Gentil Montaña,
genio indiscutido de la guitarra y la música colombiana. Para redondear este recorrido
por la magia artística del Tolima Grande habrá que decir que ha sido un escenario
recurrente en la filmación de películas como Tiempo de Morir, dirigida por Jorge Alí Triana y con guión de Gabo,
cuya atmósfera macondiana fue recreada en varios municipios de tierra caliente
tolimense.
La última vez que visité tierras tolimenses estuve
tres semanas en Flandes, el pueblo hermanito del majestuoso puerto fluvial de
Girardot. Me pude enterar entonces de que el primer aeropuerto para los aviones
de la Scadta, los pioneros de la aviación comercial, estuvo allí. Pude disfrutar de su famosísimo viudo de
pescado, preparado con un capaz de buen tamaño o un sabroso trozo de bagre humeante y oloroso, servido al lado del puente mientras vi morir la tarde y el año en la lontananza
del río. Me sentí orgulloso de ser descendiente de tolimenses, me sentí feliz
de la pujanza que parece haber heredado mi primogénito de la raza pijao, me
sentí en casa de nuevo, en esa inmensa, bella, sufrida casa que es mi Colombia
rural.
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