Acuarela del barrio La Candelaria de Bogotá, por Tr3s Más |
Recorrer el barrio de La Candelaria en esta época del
año es especialmente agradable; verano en Bogotá no da tanto como para una
canción como la recordada “Un verano en Nueva York” de la Universidad de la Salsa, El Gran Combo de Puerto Rico, pero sí para llenar de adjetivos y
descripciones estas páginas. Los techos de teja de barro resplandecen con la
luz del astro rey cayendo en perpendiculares, los edificios refulgen desde el
oriente, enmarcados en el azul intensísimo de los cerros. Hasta hace unos años
la capital era una ciudad gris, opaca, llena de edificios vetustos y, en
términos generales, una ciudad poco amable. Pero de un tiempo para acá se ha
convertido en un destino turístico obligado.
Desde que el difunto maestro Rogelio Salmona le dio un
giro a la arquitectura utilizando el ladrillo prensado en las fachadas de Las
Torres del Parque (conjunto que inauguró
la década de los años setenta del siglo pasado), la ciudad se vistió del color
del material y existen a lo largo y ancho de la urbe magníficas construcciones
que refulgen con la luz del sol veraniego de la sabana de Bogotá. Las actuales
construcciones institucionales siguen siendo en concreto, pero el diseño ha
cambiado dramáticamente. Para la muestra un botón: el edificio del Archivo de
Bogotá, herencia del constructor de la Bogotá contemporánea Leopoldo Rother.
Para los menos diestros habrá que decir que este arquitecto polaco llegó a
Colombia huyendo de los nazis y que fue él quien diseñó y desarrolló nuestra
amada Ciudad Universitaria, conocida al tiempo de su apertura como la Ciudad
Blanca; y así sería de no ser por las consignas del compañero militante que adornan las paredes del primer centro
académico del país.
Sí, la metrópoli se viste de gala en verano, los
universitarios abandonan sus tradicionales tertuliaderos para departir,
discutir y debatir en espacios abiertos como el Parque de los Periodistas o el
Mariscal Sucre, donde las conversaciones están sabrosamente aderezadas con
cerveza, aguardiente, chicha y otros productos de la tierra. La gente anda de
mejor humor, se prepara todo el día para las temperaturas polares de la noche
capitalina. Sin embrago, existen seres, como yo, que sólo pueden ser idolatras
de Inti, de Ra, o de Xue por debajo de los 1500 metros sobre el nivel del mar,
y en estas tardes de infame sol canicular buscan desesperados un poco de
sombra, un recinto cerrado para huir de las despiadadas ráfagas de calor y luz
que azotan las calles.
Una tarde de estas, que se tornan agónicas para el
transeúnte de gabán de cuero, encontré un sitio para refugiarme del ruido, el
polvo, el humo y el sol de la Bogotá cotidiana. La biblioteca Luis Ángel Arango
es, quizá, el bastión en esta guerra no declarada contra la ignorancia y la
alienación; de paso, un magnífico sitio para esperar la puesta de Helios y su
carro de fuego. La temperatura de la biblioteca es siempre la misma por razones
técnicas, la luz entra por todas partes, pero de manera mesurada, conveniente,
no existen espacios donde el sol calcine a los lectores; y la actividad
cultural hierve en este recinto. Desde los conciertos de los Jóvenes Artistas,
donde Valeriano Lanchas hizo su debut en la sala de conciertos por allá a
principios de este vertiginoso siglo, hasta los espacios aprovechados por el
Banco de la República, administrador plenipotenciario de la biblioteca, para
colgar e instalar todo tipo de exposiciones, este podría ser el espacio vital y
perpetuo para más de un intelectual.
Y fue en este huir intelectual que me topé con dos
exposiciones dignas de mención en este rincón del quehacer bogotano. La primea
que encontré fue una nostálgica semblanza del gestor de la narrativa urbana
colombiana. Andrés Caicedo vivió, ideó, sufrió para hacer de la vida cotidiana
de una ciudad el tema de la novela, el leit
motiv de una narrativa en la que se forjó el más memorable de los temas de
escritura. Trabajo que, probablemente, haya sido la más ingrata de las labores.
Sin embargo, tantos años después de su muerte, tanto tiempo después de que Clarisolcita
se diluyera en el cotidiano y el desmerecer, Caicedo se mantiene vigente, aun
por encima de las directivas que siempre relegan su legado físico al último
rincón de la biblioteca. Pero la exposición de Andrés Caicedo en la BLAA es
mucho más que un homenaje y, para el seguidor del caleño de oro, es apenas
oportuno y pertinente este pequeño pero merecido espacio dedicado al hombre que
puso a figurar a Santiago de Cali en el mapa literario de América Latina. La
máquina de escribir de Andrés se pudre, como se pudre la Gioconda, como es
imposible de recuperar la biblioteca de Alejandría. Pero Caicedo sigue vigente
en la memoria del salsómano, del literato, del lector inquieto de esta parte
del planeta.
El corredor del segundo piso de la biblioteca, ese que
conduce a las demás salas y sirve de marco a la entrada de la hemeroteca, es
otro espacio expositivo importante dentro de la BLAA. En este lugar se exhibe
actualmente una muestra, un homenaje al maestro Nereo López, el cartagenero que
hizo parte del llamado Grupo de Barranquilla, que participó en cuanta locura y
quijotada se le ocurriera al grupo de amigos más importante para la cultura del
litoral Caribe colombiano durante el último tercio del siglo pasado, el
autodidacta más admirable en el campo de la fotografía. La exposición es
itinerante, por tanto no es una muestra de las obras del maestro López sino una
serie de reproducciones acompañadas de unas reseñas sobre las condiciones y las
intenciones del fotógrafo. Lo más curioso de esta muestra es una entrevista que
le hizo Gloria Valencia de Castaño en el año cero del XXI; una suerte de sala
de televisión fue adecuada en la mitad de
la exposición, y resulta ameno terminar de ver la muestra y sentarse en
una de las poltronas a ver las torpezas de doña Gloria al entrevistar a un
hombre de tamaña inteligencia. Pero el espacio no es el adecuado, pasan miles
de personas, el sonido del aparato de televisión es deficiente, hay textos que
se quedan cortos; es un homenaje más bien pálido para tan importante ser.
Sin embargo, al morir la tarde y venir el bendito frío
de la noche, salí satisfecho, feliz de poder ver la obra y las muestras de dos
artistas que admiro, que me guían en este azaroso oficio del arte. Así al lado
de la muestra de Caicedo haya una sala con pantalla gigante para que los
asistentes a la BLAA se sienten a ver las mentiras del noticiero de mediodía.
Entre las arquitecturas multiformes bogotanas -bellamente narradas- sus usos oficiales, extraoficiales, esporádicos o alternativos, pocas veces encontramos un tipo de 'justicia' o coherencia entre los contenidos presentados y el espacio destinado a favorecer una sola cosa: la experiencia (sensible, cognitiva y publica) para el deleite de la oferta cultural bogotana; entre visitantes, obras y narrativas, y las prioridades de los espacios óptimos para su difusión, discusión y presentación existe una gran tensión... Ya no se trata de arquitecturas móviles o itinerantes, mucho menos de requerimientos de conservación para piezas, ni que decir de favorecer a grandes cantidades de publico-pueblo, ante que estamos querido lector? (Charito)
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